Muriel Campobellota se levantó deshecha y le llevó un rato
recomponerse. No tenía ilusión para seguir adelante, así que se asomó al balcón
de su casa con actitud taciturna y , como era de esperar, se encontró con
Gladys, la vecina de enfrente, que solía pedir azúcar a tacitas, y que le
preguntó que si conocía a alguien para cuidar a una persona que estaba muy
solita. Muriel buscó en su agenda, encontró a Casilda que gozaba del perfil
perfecto para romper soledades, anotó su nombre y su teléfono, lo prendió con
una pinza del tendal, que compartía con Gladys y se lo hizo llegar. Muriel se recompuso
y tiró para adelante pensando que igual la solución era esa y se fue al punto
limpio a buscar un pupitre, con rejilla por debajo para posar los ovillos de su
labor por si se aburría, y una silla de colegio.
A media tarde Muriel dispuso su nuevo afán en una calle
principal, sentada en la sillita que había reciclado, con un cartel: «Doy»
pegado al borde del pupitre con el chicle que venía con el lote.
La cola no se hizo esperar, decenas de personas fueron a pedirle
algo y ella, diligente, fue encontrando respuesta o pidiéndola a gritos. Pero
lo mejor no fue que Muriel dejara de deshacerse y disipara sus desdichas escuchando
las ajenas, sino que las personas, que estaban en la fila, hicieron lo mismo
hablando entre ellas y pronto todos los entuertos del barrio pasaron a la
historia.
Muriel, con la ayuda de Gladys, que se convirtió en su
lugarteniente, abrió sucursales de su asociación: «Haciendo para no deshacernos» y
contribuyó a hacer del mundo un lugar mejor con un lema monosílabo: «Doy».
A veces es muy fácil.