sábado, 7 de julio de 2018

Berenice Castegaldonfo



Berenice Castegaldonfo solo comía callos y lo hacía de la mañana a la noche.

Nuestra protagonista tampoco gustaba de prisas por eso adoraba los callos. Según ella y sus ascendientes este suculento plato era afín a la parsimonia y debía cocinarse a fuego lento durante días. Berenice tenía datadas las cazuelas con el día de comienzo de la cocción del delicioso guiso. Ella vivía en una casa aislada pero no había sido siempre así, el aislamiento lo había potenciado su afición gastronómica y los vecinos se habían ido distanciando huyendo de un aroma demasiado contundente e omnipresente a todas horas. Berenice vivía en un páramo rodeada de solares en los que quedaban los cimientos de las casas levantadas y trasladadas. Nada de aquello arredraba a Berenice que seguía con su pauta lenta y con pimentón. El día de su cumpleaños 50 pensó que ya le tocaba celebrar e invitó a todo el pueblo a una fiesta en su descampado a la que concurrió toda la vecindad sorprendida por la invitación. Berenice había preparado su plato estrella, los callos cocidos a fuego lento que su madre había puesto a cocinar desde su nacimiento 50 años atrás, sobre un nido de luciérnagas, y que habían llegado a hervir con la levedad de los insectos guardeses.
Berenice preparó el ágape y para darle el toque de aniversario, puso un salvamanteles de corcho de ikea flotando en el centro con una vela encima (apagada no fuera a provocar un calentón en los callos).
Todo el pueblo comió de plato anciano y gimió de gusto. Se dieron cuenta de que Berenice tenía razón y que los callos a fuego lento eran una iguaria; y no solo eso: la lentitud insuflada durante años trascendió del plato a los paladares y de allí a los ademanes, costumbres y movimientos del pueblo que se convirtió en un pueblo sin prisas. Un pueblo en el que se hacían las cosas con el tiempo necesario. Los vecinos comenzaron a quedar a observar amaneceres, leer en voz alta y a escucharse entre ellos. Los problemas de resolvían y la paz se instaló en el reloj del campanario para dar testimonio de que que todo iba al ritmo adecuado. El pueblo de Berenice se hizo famoso y los pueblos de alrededor copiaron su espíritu. Las ciudades no quisieron ser menos y la prisa pasó a los anales de la historia. La ausencia de prisa les dio más tiempo para solucionar lo importante y pudieron arreglar el hambre en el mundo. El mal humor dejó de calentar el planeta, y los Polos volvieron a helarse satisfechos.
Berenice recibió muchas cartas de personalidades que querían saber cuál era su secreto, ella siempre respondía lo mismo: pensar y hacer las cosas a fuego lento. ©

En la foto seguidoras de Berenice.

domingo, 1 de julio de 2018

Jacinta Vendabal


Jacinta Vendabal se percató del paso del tiempo el día en que se le plegó el labio superior, como un acordeón. «Debe ser lo mismo que le pasó a la tía Astolfa» se dijo para sí contemplando aquellos frunces.
Como ella era una mujer de acción y de poco pensamiento útil, se lanzó a la calle a ver si en algún escaparate oteaba alguna solución a aquella señal de la cuesta abajo. Recorrió todas las calles comerciales de su ciudad y no halló nada; hasta que atraída por el pirulí de una barbería se observó en la luna del comercio y, por arte de la casualidad, se le solapó la sombra de un bigote a la zona del conflicto. Así pergeñó la idea de ponerse un bigote sobre la azotea de su labio fruncido y disimular el peso del calendario. Ella, fiel a sus ademanes, se perdió en la barbería y solicitó consejo sobre cómo dejarse bigote.
El barbero, entreviendo un posible negocio en la proliferación de mujeres bigotudas, le dio el mejor de los consejos y la animó a rasurarse la zona para que el vello superfluo e invisible se convirtiera en mostacho. Jacinta no se lo pensó dos veces y salió del lugar con la vista puesta en las cuchillas que su padre había usado toda la vida  y que aún se encontraban en el Rastro.
Ni corta ni perezosa se afeitó durante 45 días y cultivó un frondoso mostacho que le cubrió el acordeón y todo lo que a ella le hiciera falta. Jacinta observó satisfecha su obra y salió a la calle. Ya no tenía el código que en números romanos dejaba ver los años transcurridos pero, a cambio, se había convertido en un reclamo circense. Aquello no le dio contentura, así que recordó una historia que le había contado su amigo Guillermo Holm sobre cómo quitar las arrugas y se depiló el bigote con ácido sulfúrico para no dejar ni un pelo. Lo siguiente fue, según directrices de Guillermo, estirarse la zona depilada y cada vez más llena de surcos con unas pinzas de la ropa que deberían tirar del pellejo desde la parte de atrás de su cabeza. Aquello funcionó hasta que, harta de sonreír todo el rato, cerró la boca y las pinzas salieron disparadas haciendo añicos un semáforo
Con el tiempo la obsesión de Jacinta trascendió a su ciudad y se convirtió en un problema de todos. Nadie sabía cómo ayudarla hasta que un estilista dio con la solución: «pondré de moda los labios fruncidos y les llamaré códigos de barras»
Desde entonces llevar un código de barras auténtico es símbolo de estilo y autoridad. Jacinta se convirtió en mujer anuncio. El barbero no diversificó su negocio. Los tendederos se llenaron  de ropa anudada y la moda se convirtió en autoridad.