domingo, 22 de abril de 2018

Sushi

Sala de embarque, aeropuerto de Vigo. Me dirijo a Gran Canaria a ver si allí hace menos calor, por eso de que ya nada es lo que era.

— Maja, ¿te importa llevarme esta maletita? Es que me llevo casi toda mi ropa porque me mudo a mi tierra.
— No, no me importa señora. ¿Es usted Canaria?
— Sí, ¿y tú?
— De Vigo
— Pues le llevo la maletita, no se preocupe, que ya habrá visto usted que no llevo nada. ¿Sabe hacer mojo picón? (le digo simpática, o eso creo)
— Sí, bonita.
— Yo no sé cocinar, pero me encanta comer y de su tierra me encantan las papas arrugadas.
(La vieja hace caso omiso a mi charla culinaria. No pienso llamarla señora ni una vez más)
— Niña, por favor, que no te abran la maletita que llevo un collar de cuentas que se me acaba de romper y no sabía qué hacer con él, total que lo eché a loco al interior de la maletita. Espero acordarme cuando la abra.

Estamos en la cola para embarcar. Llega la policía y el perro del cuerpo, que se lanza directo a la maletita.

— Quita, quita chucho — dice la vieja—
— ¿Es suya la maleta? —me pregunta el guardia—
— No es de… la señora, que se la estoy llevando porque yo no llevo equipaje.
— Eso no es mío
— ¿Pero qué dice? —la miro sorprendida y pienso “es mayor, le debo respeto, pero me está tomando el pelo”
— Agente, esta maletita es de esta persona.

El policía abre la maletita, tira de los camisones de abuela y salen multitud de pastillas blancas

— Seguro que este montón de pastillas no son para el mareo
— Pues no lo sé —le dije— la mujer me dijo que llevaba las cuentas de un collar desperdigadas por la maletita.
— Mire que tiene usted inventiva. Esto no son cuentas.
— Ya lo veo, pero le aseguro que sean lo que sean, no son mías.

Mientras, la ínclita se refugia en el baño

— Mire usted, agente, yo no llevaba equipaje de mano y esa ancianita que estaba aquí me ha pedido el favor porque ella llevaba dos bultos.
— Pues a mí me lo pidió la semana pasada — dice una estudiante, que está en la fila, dándose la vuelta— Y me dijo que se iba a casa de su madre—
— ¿Madre? ¡pero si esa señora debe tener más de 80 años —dice el guardia—
— No sé, tampoco me importó.
— ¿Lo ve agente? La señora trajina con maletitas y con pastillas
— Si es que cada día nos depara una sorpresa, “un camello de la tercera edad” —murmura el agente—
— La protagonista aparece sigilosa y se coloca en la fila—
— Señora, disculpe ¿en dónde reside usted?
— En una residencia en Pontevedra.

El policía ata cabos.

— ¿Sabe que se ha detenido a una enfermera por desvío de medicamentos en una residencia gallega?
— Sí, claro, es mi nieta. Los tengo yo.
— ¿Y para qué los quiere, si puede saberse?
— Pues cuando llego a Las Palmas, me voy con mi sobrino en su barca y ya en alta mar, tiramos las pastillas para que se duerman los peces y floten. Así la gente que viene en pateras le puede hincar el diente a algo. Lo llaman “chuchi” creo.
— Se dice sushi —dice el agente— ande, súbase al avión.©

Mujer de fácil querer



Era mujer de fácil querer que lo daba todo sin plantearse si el “querido”, merecía serlo. Imaginaba amoríos que se le arraigaban al alma como en un mal sueño. No buscaba correspondencia, solo entrega, hasta que conoció al poeta ciego que, loco por sus suspiros, la amó sin necesitar verla.©



Queridas



Una de las muchas palabras que, para mí, han mudado de categoría con la edad es “querida”. Antes “querida” era el encabezamiento de las cartas o el inicio de las oraciones de la infancia, ya no. Ahora dedico mis escritos a “estimados” y cuando rezo, rezo a la desesperada, sin ningún tipo de concesión a la cortesía; pero la palabra “querida” sigue ahí, aunque con otra esencia. La pongo delante del nombre de mis amigas, de mis hermanas y mi hermano, de toda mi familia de aquí, de allí y de más allá; de las gentes que me acompañan, me alientan y me sujetan. Rotula los momentos que desearía repetir, y casi todo lo que me hace feliz que, en esta edad que me toca vivir, es la mar de diverso. Me hace feliz un café, una charla, un paseo, un encuentro inesperado o muy deseado, un mensaje, mil carcajadas, una llamada y sobretodo que alguien me regale un “querida”. Como los que la abuela de Marta sembraba entre sus nietas.
La primera que alguien llamó mi atención sobre este nuevo matiz, del que los años dotan a la señalada palabra, fue mi tía Flora Arencibia. Ella dice “querida” con toda la intención, con todas las letras y mucho aliento; y con esa pronunciación perfecta de la que solo el corazón sabe. Al principio, hace años, me hacía gracia oírla pero ahora que he llegado su nivel de usuaria, lo prodigo con la misma sinceridad y elocuencia. Llamo “queridas” a las personas imprescindibles y me regodeo en ello porque les digo lo que les quiero decir, que lo son, que me importan, que me encanta que sigan ahí y que ojalá no se vayan nunca.©