domingo, 3 de diciembre de 2017

El plan perfecto

Magdalena Santiamén creció rodeada de su abuela, su tía bisabuela y la cuñada de esta que se había quedado viuda y sola en la vida. Además la niña tenía que compartir habitación con la abuela Ciriaca cada vez que esta se desplazaba del campo a la ciudad. La afinidad entre ambas era tal que finalmente la abuela se quedó para siempre con ellas en la habitación de la infanta. Para Magdalena el declive que acarreaba el tiempo era una realidad y junto con la soledad, llegó a convertirse en su máxima preocupación. Se pasó la vida urdiendo cómo escapar de la soledad en su vejez;  irse a vivir a Japón porque allí se respetaba a las personas mayores más que en Occidente, mudarse a una pensión o comprarse una casa rural con sus amigas e irse todas juntas al campo, eran algunas de sus ideas. Pero a ninguno de sus planes parecía venirle la hora, hasta que se quedó viuda. Magdalena se había casado y había tenido una hija, Amalia, que no compartía con ella sus preocupaciones porque no había vivido con abuelas, bisabuelas y demás parentela anciana. Cuando Amalia decidió trabajar para la Guía Michelin probando menús de restaurantes del mundo entero, Magdalena se quedó sola y volvió a tramar qué hacer en su cercana vejez para evitar la temida soledad. Con la casa vacía Magdalena percibía todos los ruidos del vecindario que durante toda su vida, habían quedado apagados por el bullicio de tanta mujer en casa. Un vecino había convertido el suelo de su casa en un billar y el ruido de las bolas era muy cansino. Magdalena era discreta y no sabía cómo enfrentarse al problema. Fueron años de soportar aquellos juegos de bolas que además se intensificaban con el silencio nocturno.

Una de esas noches de no dormir por el billar y por la bolera que había construido, poco después, el vecino de enfrente como venganza, Magdalena decidió resolver varios de sus problemas a la vez: asesinaría al vecino con una tarta de zanahorias envenenada y se declararía culpable porque en chirona  tendría compañía, y  estaba convencida de que haría amigas de su edad que habrían tenido la misma idea que ella para afrontar la jubilación. Todo salió a pedir de boca y Magdalena acabó en una celda de una cárcel femenina en donde efectivamente había mujeres que, como ella, habían encontrado en la cárcel el mejor plan de pensiones. Magdalena habría dado en el clavo sino fuera porque su vecina de la celda contigua sufriera de insomnio y habiendo sido una gran bailarina de claqué aun guardaba sus zapatos de suela de metal y no paraba quieta. Magdalena se olvidó de la vejez, la soledad y empezó a soñar con algo que  el pasado inmediato no parecía difícil de alcanzar, el silencio. Magdalena Santiamén no pudo ser feliz y disfrutar de su ansiado y planificado retiro. A veces los planes perfectos fallan en alguna página. ©




viernes, 24 de noviembre de 2017

La pensión

Dulcita había crecido con la idea de que la palabra pensión era equivalente a paraíso. En su familia, desde generaciones anteriores a los abuelos, se había escogido la profesión de funcionario del Estado. Eran gente cabal y trabajadora que habían ido terminando sus días en paz gracias a la pensión que les había otorgado el gobierno en pago a sus servicios y a su cotización. Cuando Dulcita y sus seis hermanas tuvieron edad de merecer, no encontraron marido, ni palo que aguantara  siete velas a la vez. El juramento familiar consistía en que detrás de una irían todas, ya que no sabían vivir las unas sin las otras. Tampoco fueron capaces de convertirse en funcionarias y se quedaron en casa, solas y  a verlas venir.
Las siete eran muy aficionadas a la guija y a todo tipo de flirteos con el Más Allá. Aseguraban que los abuelos seguían viviendo con ellas y que jamás dejarían solas a ninguna de las siete hermanas. En una de esas noches de guija, el abuelo Patricio les alertó de que con la cercana muerte del tío Ramiro, solterón y funcionario del balneario público, perderían su pensión de jubilado y se quedarían sin el sustento que pagaba el santo gobierno.  Las siete entraron en pánico, ¿de qué iban a vivir? ¿Quién les daría otra pensión?
Dulcita que era una lectora voraz, se entretenía en aquellos momentos con un manual de taxidermia gracias al cual tuvo una idea: disecarían a la pensión en el cuerpo del tío y así la harían imperecedera y vitalicia. Si el tío Ramiro pudiese quedarse con ellas, la pensión también lo haría. La idea les pareció bien a todas. Lo dejarían sentado en su silla de ruedas, y así siempre tendrían a alguien que se hiciera cargo de ellas.
Cuando llegó la hora, no hubo entierro ni esquela ni epitafio, sino litros de agua oxigenada para llenar el aljibe en el que debían sumergirle. A continuación le sentaron en su silla y lo bañaron en cola, con cuidado de que las ruedas pudieran seguir rodando. El tío Ramiro quedó perfecto. La cara no era la adecuada pero le pusieron una barba postiza generosa.

Las siete hermanas fueron felices con la pensión garantizada que les brindó el tío de manera involuntaria.

Pasaron los años y la última hermana consideró necesario enterrar al tío porque si no, tras la séptima muerte, la pensión, quedaría disecada para siempre y ajena al merecido descanso; así que encargó la lápida en la que mandó poner “Pensión Ramiro”


Cuando la Parca visitó a la familia por última vez, la descendiente final pudo descansar en paz y su tío también en el aljibe que le sirvió de catafalco. ©




viernes, 17 de noviembre de 2017

Queridas



Queridas


Una de las muchas palabras que, para mí, han mudado de categoría con la edad es “querida”. Antes “querida” era el encabezamiento de las cartas o el inicio de las oraciones de la infancia, ya no. Ahora dedico mis escritos a “estimados” y cuando rezo, rezo a la desesperada, sin ningún tipo de concesión a la cortesía; pero la palabra “querida” sigue ahí, aunque con otra esencia. La pongo delante del nombre de mis amigas, de mis hermanas y mi hermano, de toda mi familia de aquí, de allí y de más allá; de las gentes que me acompañan, me alientan y me sujetan. Rotula los momentos que desearía repetir, y casi todo lo que me hace feliz que, en esta edad que me toca vivir, es la mar de diverso. Me hace feliz un café, una charla, un paseo, un encuentro inesperado o muy deseado, un mensaje, mil carcajadas, una llamada y sobretodo que alguien me regale un “querida”. Como los que la abuela de Marta sembraba entre sus nietas.
La primera que alguien llamó mi atención sobre este nuevo matiz, del que los años dotan a la señalada palabra, fue mi tía Flora Arencibia. Ella dice “querida” con toda la intención, con todas las letras y mucho aliento; y con esa pronunciación perfecta de la que solo el corazón sabe. Al principio, hace años, me hacía gracia oírla pero ahora que he llegado su nivel de usuaria, lo prodigo con la misma sinceridad y elocuencia. Llamo “queridas” a las personas imprescindibles y me regodeo en ello porque les digo lo que les quiero decir, que lo son, que me importan, que me encanta que sigan ahí y que ojalá no se vayan nunca.©




miércoles, 15 de noviembre de 2017

Blasa Rosada en su cumpleaños

Blasa Rosada vivía en un sin vivir desde el primer día del año en el que cumpliría cincuenta años. Empezó a lamentarse desde la mañana siguiente a su 49 aniversario y no dejó de hacerlo hasta 365 días después. Pasó un año de penas y fatigas vinculadas al calendario y se olvidó de casi todo: no se cortó el pelo en un año, no de depiló el bigote, no felicitó ni las Navidades a sus amigas y parientes, no fue al gimnasio y no comió sano porque se acercaba la fecha a partir de la cual, según todas las crónicas negras, comenzaría el declive. Ella, por si acaso, puso de su parte y se afanó en darle la bienvenida a esa parte de su vida en la que todo empezaría a fallar; según le habían confiado sus vecinas, la parentela y las amigas de su madre. Ella misma se simplificó la vida perdiéndose lo mejor.
Sin embargo, a pesar de su plan de contención, y tal como  había presagiado, las cosas empezaron a fallar: en el día de su 50 cumpleaños el facebook la felicitó por haber cumplido solamente 14 primaveras.
"No puede ser" -pensó- y se fue a la ducha después de desayunar un chocolate con tres cucharadas de azúcar; ella que se imaginaba diabética y jamás se comía un caramelo. En la ducha se encontró un champú de Paris Hilton que, ciertamente, no recordaba haber visto antes. Después de secarse abrió el amario para vestirse de funcionaria y no pudo ser; allí solo había modelitos imponibles: falditas mínimas, camisetas con letreros, jerseys para enseñar el ombligo... "Esta no es mi ropa" - pensó- y se arregló como pudo.
Ya en la calle comprobó que no llevaba las llaves del coche pero tenía un abono transportes que no había visto antes en su nueva mochila. Se subió al autobús y vio que la gente la miraba. "Se me notará la edad" - pensó"

Llegó a la oficina o, al menos, creyó hacerlo y al entrar en su despacho se encontró con un aula de Instituto. Su acostumbrado silencio era preso de charlas adolescentes, móviles insaciables, cáscaras de pipas y un profesor que suplicaba silencio y atención. Blasa, ahora Blasita, se dio media vuelta y se tiró a la máquina de café implorando normalidad, pero la máquina no estaba. Bajó al bar y el camarero, gentil, le sirvió un Cola Cao sin preguntar. Superó la mañana escondida debajo de su mesa, ahora pupitre, releyendo el BOE. A la hora de comer, llegó su madre y se fueron a matar el hambre juntas a casa de la tía. Allí le sirvieron un plato de lentejas tamaño barreño con una Mirinda, un filete empanado que se salía del plato y de postre arroz con leche para cuatro. El café, según su madre, no estaba indicado para su edad. Blasita no entendía nada y, a esas alturas, casi no podía moverse. Además le asaltaban dudas ñoñas sobre qué chico le gustaba más o qué ponerse mañana. Su mente se había partido en dos, una era ella y otra ella también pero con 14 años.

Su vida había empeorado por culpa del facebook o ¿por culpa suya?. Blasa se sentó en el borde de una acera a donde acudieron todas sus amigas cercanas a la cincuentena. Entre todas ocupaban toda la Gran Vía.
 - Blasa, cariño ¿qué prefieres, el paso de los años o la vuelta atrás que estás sufriendo?
- ¿A vosotras también os ha pasado?
- Sí, a todas nosotras el facebook nos mandó al pasado, creemos que es un experimento una nueva aplicación del chisme ese del facebook.
- Pues menos mal, pensé que era la única. Oye, ¿hay alguien que se haya quedado?
- No porque todas nos dimos cuenta del gran momento que vivimos, de lo rico que está el vino, de lo bueno que es un café, y otras muchas cosas, en buena compañía y de lo gratificante que es compartir con las amigas de siempre lo vivido y lo que nos queda por vivir, que sigue siendo mucho.©


sábado, 11 de noviembre de 2017

Mujer de fácil querer

Era mujer de fácil querer que lo daba todo sin plantearse si el “querido”, merecía serlo. Imaginaba  amoríos  que se le arraigaban al alma como en un mal sueño. No buscaba correspondencia, solo entrega,  hasta que conoció al poeta ciego que, loco por sus suspiros, la amó sin necesitar verla.©


jueves, 9 de noviembre de 2017

Demetria Manivela

Demetria Manivela harta, pero harta, de un ritmo de vida frenético en el que no tenía tiempo para ella; decidió dejarlo todo atrás, hizo un curso de contadora de focas y se fue a vivir al Polo Norte. Viajó todo lo ligera que el frío le permitió y se llevó el móvil como único lazo con su vida anterior.
Allí respiró la ansiada soledad y esquivó el insistente silencio gracias a los mensajes de wsap que, en aquellos momentos, le hacían mucha gracia.
Pasaba los meses contando focas, saludando de lejos a los esquimales y acariciando a algún oso polar que se dejaba. Las noches eran insomnes y felices gracias a su móvil. Demetria había alcanzado su sueño de "soledad acompañada en la distancia".
Pero nada dura para siempre y una mañana un mensaje rompió su equilibrio: "sus amigas ya no se felicitarían sus cumpleaños porque, hartas de los innumerables comunicados en cada aniversario, habían decidido celebrarlos todas juntas el mismo día"

¡Noooo! -gritó Demetria asustando a los pingüinos-, me perderé miles de mensajes y me quedaré sin felicitación el día de mi cumpleaños.

Demetria estuvo seis días sin salir del iglú, perdió la cuenta de las focas, pero tuvo dos ideas, primera: se registraría con 365 identidades en facebook con 365 fechas de nacimiento y así, la felicitarían todos los días del año y segunda: invitaría a sus amigas a que celebrasen juntas su "cumpleaños único" con ella, en el Polo Norte.
La mayoría de sus amigas aceptaron la invitación y se acercaron a su destierro, y quedaron tan prendadas, que decidieron quedarse. La soledad de Demetria quedó poblada de numerosos iglús con sus amigas dentro que, a su vez, atrajeron a más gente y...vuelta a empezar. Demetria tuvo que volver a huir y esta vez se empleó en el teléfono de la esperanza en Siberia. Así siguió recibiendo mensajes que, aunque en ruso, eran mensajes al fin y al cabo. ©



miércoles, 4 de octubre de 2017

Petra Papaya

Petra Papaya estaba harta de caer y levantarse así que un día se dejó “caída” y comprobó que en el suelo no se estaba tan mal. Se podía jugar a las chapas y a las canicas y, además, se veían las cosas de otro modo. Tanto fue así que fundó la “Cátedra de la perspectiva bajuna” y se dedicó a explicar y desdramatizar desgracias ajenas desde su “Observatorio de la desdicha cotidiana”. Su doctrina obtuvo seguidores y alguien llegó a escribir un manual que Petra no leyó nunca. No se hizo rica, pero conoció a mucha gente y vivió hasta los 117 años recitando su máxima de " si te importa, exporta y  así te quitas un peso de encima".


viernes, 22 de septiembre de 2017

Todo y nada a mano

En cien años una de las manos humanas se habrá convertido en teléfono móvil; se perderán la mitad de las caricias y los abrazos ya no serán lo mismo. No se podrá aplaudir ni remar, no podremos nadar, la mitad de los guantes de la tierra no servirán para nada, desaparecerán los músicos y su música,  no se jugará al “corro de la patata” ni se bailarán sardanas (lo digo por lo que está pasando), la artesanía manual se extinguirá, no se podrán hacer croquetas con una cuchara, los jardineros irán despacito, los ambidiestros dejarán de serlo y los pintores no podrán sostener su paleta. El otro gran perjudicado, aparte de la humanidad, será Apple (que se habrá comido a la competencia y será la marca blanca mundial) que solo podrá vender fundas…

Tendremos todo y nada a mano.©



lunes, 18 de septiembre de 2017

Hoy dudo, como ayer

En algún momento de mi vida me he sentido agarrada al ala de un avión que hace lo suyo y va volando. Mis manos aferradas e indefensas, responsables del resto de mí misma, y mi voluntad contrariada por no saber a dónde me llevaban, eso sí, los bolsillos, con cremallera, repletos de promesas. Recuerdo las caras asustadas de otros que iban en globo, sin rumbo como yo; y la paz de no estar desacompañada.  

En otras he conducido hacia dónde yo he querido ir pero por el camino me he encontrado multitud de carteles que me han dicho; “por aquí, no” o “mejor por ese otro lado”. Una sensación de sí, pero no.

En pocas ocasiones, pero en alguna,  he llegado a la orilla tras un naufragio. Allí he sentido el alivio de la tierra firme y la tranquilidad de que nadie me estaba esperando. Me he incorporado contenta, he gozado del placer de la arena caliente y me he dejado llevar, a la deriva, por mi voluntad empapada.

No sé cuál de las tres sensaciones prefiero.©

lunes, 11 de septiembre de 2017

Terapia contra las malas elecciones

Cintia Gorrínez cuidaba cerdos y nunca había entendido porqué le habían puesto un nombre tan poético. Solo pudo atar cabos cuando cayó en sus manos un recopilatorio de poemas que la dejó sin habla. Entonces comprendió que lo de los puercos no encajaba con su destino. Ella tenía un alma lírica y no un alma granjera.
Expedito Sacromonte era el mecanógrafo perfecto, limpio, medido en sus palabras y de sonrisa escasa. Toda aquella facha se diluía los sábados por la noche cuando olvidaba la pulcritud y el buen gusto y se dedicaba  a competir en concursos de tragaldabas. En esos certámenes Expedito se convertía en el más guarro, en el que más comida podía comer con las manos y más borracho podía terminar. Expedito vencía siempre, aunque acabara debajo de la mesa.
Nicanora Botijo era inspectora de alcantarillas. Cada mañana se enfundaba su mono naranja fosforito con su linterna en la frente y las botas de caucho, para internarse en los corredores del interior de su ciudad. A eso de las seis de la tarde se escapaba por una de las salidas de la cloaca, dejaba su atuendo dentro de una boca de incendios abandonada y se intentaba colar en la Escuela de Bellas Artes para presentarse al puesto de modelo al desnudo. Esa era su ilusión aunque no había forma de que la dejasen avanzar más allá de la puerta por el olor que traía de su oficina, las galerías que constituían su modo de vida.
Los tres ansiaban algo que no identificaban y los tres se cruzaron con un anuncio de “Terapia contra las malas elecciones” al que acudieron con ilusión. Allí aprendieron que un cambio era posible y que solo había que tener visión, paciencia y sobretodo trazar un plan. Se hicieron amigos e intercambiaron sus pesares. Fueron horas de hablar sin orden, de escuchar ilusiones y disparates hasta que el cuarto alumno de la terapia: Braulio Naftalina, un fontanero que hubiese querido ser escritor de epitafios, dio una idea.

—    ¿Y por qué no fundamos una “agencia de permuta de trabajos”? Quizás haya un escritor de epitafios que quiera ser fontanero.
—    O una poetisa que quiera cuidar cerdos, ¿quién sabe?
—    ¿Creéis que existirá un probador de comidas que prefiera ser mecanógrafo?
—    Lo mío ya me resulta más remoto, ¿una modelo de artistas que prefiera visitar alcantarillas?
—    No lo sabremos si no lo ponemos en marcha, dijo Braulio.

La empresa empezó a funcionar recibiendo muchas cartas de gente descontenta que quería cambiar de ocupación. Lo entretenido era emparejar la oferta con la demanda. Lo consiguieron, el negocio fue un éxito y todos ellos consiguieron la felicidad laboral. Lo siguiente fue fundar la agencia de intercambio de parejas, luego de familias, de viviendas…Solo tocaron fondo cuando intentaron permutar la suerte. Hasta ahí habían llegado.
©

(Nota: Braulio Naftalina, sacó la foto)


miércoles, 6 de septiembre de 2017

Celedonio Níspero

Celedonio Níspero despertó con la necesidad de hacer de su día, un día especial. Lo empezó descendiendo de su cama de dosel por los pies, desayunando ensaladilla rusa y duchándose vestido. En vez de la barba, se afeitó las axilas y en vez de camisa se puso un peto tirolés y unas sandalias cangrejeras. De esta guisa se presentó al mundo que no pareció percibir su presencia. Se paseó por la calle principal de su pequeña ciudad sin llamar la atención y es que había varias personas que también habían recurrido al esperpento esa mañana. La situación le decepcionó un poco así que la descartó y se procuró otra: se presentaría en la playa como salvavidas voluntario por si algún salvamento le otorgaba la fama soñada. Tampoco le sirvió; el mar se había convertido en un plato desde hacía décadas y no se ahogaban ni los de tierra adentro. Él quería que su día fuera especial y como el atuendo no parecía ayudar, recurrió a la acción y se paseó en monociclo en calzoncillos; pero solo provocó lástima. Trabajó como limpiabotas por si su simpatía le dispensaba el reconocimiento de sus clientes, pero estos se centraban en sus zapatos y no en la sonrisa ni en la plática de Celedonio. Cansado de tanta intentona, se recostó en un banco de piedra, de esos con volutas a modo de reposa brazos. Su sueño era ser rey por un día, salir en el periódico y que la gente mencionara su nombre “Celedonio” y pensó en cantar. Sí, eso haría, cogería su acordeón al que acompañaría con su voz en el parque. Pero nadie, ni los viandantes de aquel lugar ajardinado, se acercaron a escucharle. Cambió de táctica, se vistió con un cuello cervantino y declamó unos versos de su cosecha que había coleccionado toda su vida, sobre un cajón de tomates de bola. Aquello pareció interesar a unos pocos  y luego a más vecinos, llegó la prensa y la televisión. Pero, ¿qué había recitado Celedonio para captar por fin la atención de sus conciudadanos? Simplemente les había narrado historias, compuestas en los momentos de felicidad máxima que lo habían sido para él y para la gente de su isla. Se convirtió en el pregonero de las buenas noticias y del orgullo de su tierra. Aquello sí que le convirtió en un ser especial. La colección de buenas noticias que atesoraba en una caja de madera de tea de su abuelo, le dio trabajo y notoriedad para el resto de su vida.©


domingo, 3 de septiembre de 2017

Basilio Natalio Terceto

Basilio Natalio Terceto creía en el amor, aunque no lo había catado nunca porque lo sentía en un solo sentido: desde su corazón al mundo. Ansiaba vivir una pasión desmesurada, cometer un dislate por amor y luego, sufrir por el desamor que, sin duda, remataría la historia. El desprecio de Casandra Rastrojo, su enamorada imaginaria, era requisito indispensable. Escribía cartas en papel de serpentina y las lanzaba desde el balcón; aunque nadie, salvo los barrenderos que se enojaban bastante con el despojo de Cabalgata fuera de fecha, le hacía caso. Basilio quería amar a toda costa y se compró una lira para acompañar sus versos que recitaba en cualquier parte, pero las damas huían y los caballeros le invitaban a café para que callara. Basilio pensó en pagar para poder amar, pero en el precio iba incluido el “ser amado” y como eso no le valía,  le echaban al amanecer de los lugares en donde ponían precio a aquel amor que él ni buscaba ni quería pagar. Basilio vivía descorazonado, preso de una maldición que le obligaba a mostrar pasión a diestra y siniestra, ¿es que acaso no se puede amar sin ser amado? se preguntaba melancólico bajo una platanera. Desesperado acudió a una agencia de encuentros, se enamoró de todas sus citas y todas le correspondieron por no ser ni cansino ni ansioso. Se tenía por ser un amante hábil, creía saber dar para no suscitar contrapartida, pero no acertaba. Basilio parecía no tener remedio. Un día un camarero le recomendó emplearse en el Zoo en donde podría amar sin tener respuesta, que era su único anhelo. Allí, aunque disfrutó amando a las bestias, le pisó un elefante, una salamandra le escupió en un ojo, un camello le dio una coz y un tigre acabó comiéndoselo. Si es que el amor tiene que ir y volver, si no, no vale. ©

martes, 29 de agosto de 2017

Ursuela y Cueta

Ursuela y Cueta lo tenían todo bien organizado en la vida. Eran dos hermanas devotas de su soltería y su orden de biblioteca. Vestían de negro, iban dos veces al día a la iglesia y se repartían a los pobres a los que clasificaban según el tipo de auxilio a prestar. Todo lo hacían con orden y buen juicio. Dos señoras útiles en una ciudad en la que la última palabra respecto al cotilleo, la tenían ellas. Eran el trono de sabiduría en lo que respecta al conocimiento sobre la vecindad. Ellas mismas habían fundado el “Observatorio del chisme cotidiano” y eran muy requeridas para subsanar entuertos, acertar con los regalos y destrozar reputaciones. Todas las novedades llamaban a su puerta: quienes arribaban al puerto, quienes se ennoviaban, las ruinas, los fallecimientos, las desgracias y las despedidas. Toda la ciudad le tenía el respeto que todo buen observatorio merecía. Sin embargo, de tanto de vivir en la noticia ajena, comenzaron a olvidarse de ellas mismas hasta el punto que dejaron de vestir de negro y empezaron a salir y a hacer cosas que no habían experimentado antes como bailar, divertirse y reírse a carcajadas. Olvidaron su propio domicilio, cambiaron sus nombres a Fiesta y Perdición y se fueron a vivir bajo una sombrilla en la playa en donde tampoco habían estado nunca. Desde allí se les abrió el horizonte de un nuevo negocio “Descalabre su vida y sea feliz” y lo fueron, fueron muy felices. ©


lunes, 21 de agosto de 2017

Pascuala Puchero, mujer sin tetera

Pascuala Puchero adoraba la acumulación a discreción y coleccionaba de todo. Se llevaba a casa las cucharillas del café, las revistas de la peluquería y el dentista, las coronas de flores de los entierros y las cartas ajenas de los buzones maltrechos del vecindario. Para ella todo tenía valor. Su casa era una biblioteca, una zapatería, un huerto y una farmacia. Dormía con su galería de ositos de peluche y se despertaba con docenas de relojes de cuco. Pascuala tenía una vida llena, tan llena que casi no cabía en ella. Un día no pudo abrir la puerta para salir de su casa y se quedó dentro. Las estanterías repletas  habían  convertido aquel pisito en un búnker y, aunque gritó desesperada el sonido se ahogó entre tanto artefacto. Como su ansia "almacenadora" no le dejaba tiempo para hacer amigos; nadie la echó en falta salvo Lutecio, el basurero que adoraba sus bolsitas de basura del tamaño de un calcetín porque ella no tiraba casi nada. Lutecio tuvo un presentimiento y acudió a su casa donde forzó la cerradura cuando ella no salió a su encuentro. Allí se topó con un mercadillo, una subasta, una mercería y en el medio, haciendo equilibrio sobre un solo pie, a la dueña del arsenal. En aquel preciso instante el amor se hizo sitio en aquel mundo de coleccionable y Pascuala y Lutecio se unieron apasionadamente. Lo que no sospechó Lutecio es que él encabezaría la siguiente colección de su amada. ©

sábado, 19 de agosto de 2017

La buena y la mala suerte.



La mala suerte es que me he dado un porrazo y me he roto un hueso.
La buena suerte es que vivimos en el siglo XXI y los huesos se arreglan en un plis plas.
La mala suerte es que el hueso roto está justo en la rodilla y lo de caminar ha quedado en espera por un tiempo al que llamo "Pequeño".
La buena suerte es que he conocido la profesión de camillero y me he quedado gratamente impresionada. Sobretodo de uno.
La buena suerte es que me he hecho íntima de Paciencia y solo me da buenos ratos.
La buena suerte es que ésta ha decidido echar a la mala suerte.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Eufrasia Pomelo

Eufrasia Pomelo, mujer desolada, se desgañitó llorando cuando agotó el saco de aguante que le habían dejado en herencia. En el ínterim procuró alivio en tres de sus habituales que respondían además a los pilares a los que, según le había enseñado su madre, debía agarrarse en caso de desesperación: sabiduría, humildad y fortaleza o lo que era lo mismo Clotilde, Evaristo y Telmo. Clotilde harta de lujo, le dio una conferencia sobre lo bueno que sería ser amada y acabó llorando tanto que contagió a Eufrasia  que se fue a otra parte. Evaristo la habló desde abajo, sentado en el bordillo de la acera, y le recomendó no aspirar a más para no sufrir y Telmo se la llevó a una farmacia y allí le enseñó a engullir píldoras enormes de dos en dos para aumentar las “tragaderas” que eran lo mejor para combatir la mala suerte. A Eufrasia no le convenció ni lo uno, ni lo otro ni lo de más allá y se fue al Circo a solazarse. Allí, casualmente encontró la solución a su desazón en los espejos mágicos. Al día siguiente cubrió el interior de su casa de lunas que mostraban su reflejo y que la hacían sentirse acompañada de todas las Eufrasias que le irían haciendo falta: la gorda, la bajita, la espigada, la resolutiva y la envejecida; según fuera la naturaleza de su desasosiego. Nada como llevar la solución con uno mismo.

lunes, 14 de agosto de 2017

Rodolfo Zarandaja, Gregorio Pandereta y Rufino Supino

Rodolfo Zarandaja era socio de Gregorio Pandereta. Ambos administraban un negocio turístico nocturno de alquiler de hamacas para baños de luna, que hacía furor. Como no tenían mucha noción financiera admitieron a Rufino Supino, un cuñado que había hecho un curso escuchando la radio. Rufino era el encargado de invertir el caudaloso flujo pecuniario en algo que lo hiciera crecer y lo hizo, invirtió en plumas de gaviota para almohadas de gente de tensión baja que les dio aun mayor ganancia que los baños de luna. Como Rufino constató que su hábil gestión estaba dejando demasiada riqueza a sus cuñados,  optó por una contabilidad oculta en la que invertía en negocios de mayor riesgo y, si salía bien, engrosaban su cuenta personal. Cuando no salía tan bien, repartía la pérdida. La cuenta que mejor iba era la de la avaricia de Rufino que no conocía límite y quiso ganar más y más para lo que necesitó nuevos inversores en su negocio de aves de plumas saladas. Con este nuevo grupo de optimistas hizo lo mismo, les rindió cuentas parcialmente porque buena parte iba a su bolsillo. Una vez que Rufino tuvo a toda la ciudad metida en su negocio de mentiras, dio el salto a otra ciudad, luego a otra y cuando percibió que el número de incautos mermaba, se metió en política. Allí para su decepción comprobó que su estrategia ya estaba inventada y puesta en marcha por sus nuevos colegas. La diferencia era que la inversión eran los votos y la ganancia distribuida era la alucinación de que el país iba bien. La ganancia no repartida era para ellos, los Rufinos de siempre.

martes, 8 de agosto de 2017

Tránsito Guirnalda

Tránsito Guirnalda era la sexta hija de una inconmensurable familia de doce hermanos, tres tías solteras, una abuela, un padre y una madre. A ella casi nunca le llegaba el reparto de lo que fuese y por supuesto nunca le llegó nada de primera puesta, además había nacido feona con esa fealdad que le otorga el útero a la naturaleza cuando ya se cansa y envía un ser poco agraciado como protesta. Para sorpresa de cualquiera, la niña era bien sonriente y simpática, quizás como único recurso para ser feliz: «si los elementos estaban en contra, ella pondría de su parte para vencerlos». Entre sus amigas adoptó el mismo puesto que con la familia, el de “nada y nadie” pero eso sí, siempre dispuesta a reír de lo que fuese. Sus amigas la aceptaban como al bufón de la corte porque ellas eran altas y monísimas y ella un retaco con bigote, con un ojo que a veces se ponía en blanco sin avisar, frente estrecha, barbilla prognata y orejas para volar; pero les venía bien para que les sujetara los abrigos y los bolsos cuando ellas disfrutaban en el parque de atracciones o para mentir a sus padres y usarla de coartada para salir con sus pretendientes. Aún así, Tránsito era una muchacha feliz que no le pedía mucho a la vida. En su juventud logró emplearse en una droguería en la que disfrutó mucho de la mercancía porque la dueña quería experimentar con ella antes de ponerla a la venta. Así, por ejemplo, se le enderezó el ojo por un calambre que le dio cuando doña Hermelinda quiso iniciar con ella la depilación eléctrica, artilugio con el que le limpió la cara de todo vello innecesario. Tránsito mejoró mucho, aunque no del todo porque la niña adoraba el tocino de merienda y nunca consiguió adelgazar aquellos kilitos que le impedían caminar del brazo por la calle con quien fuera.

El tiempo pasó y Tránsito no cambió ni una milésima de su cuerpo y semblante. Por algún extraño sortilegio pasaban los años y ella se mantenía como una gordinfla, prognata y orejona de veinte años mientras que a su entorno si le pesaban los años. Sus amigas iban muriendo, sobretodo de envidia, y ella seguía tan lozana. Cuando cumplió cien años fue declarada “bien de interés nacional” y su caso fue objeto de estudio en todo el mundo. Así Tránsito pudo viajar y conocer a mucha gente que, para su sorpresa, la admiraba sobre todo por su simpatía inmortal. Tránsito llevaba tantos lustros en el mundo que alguien le brindó recomponerse y quitarse tonelaje, orejas voladoras y barbilla sobresaliente, ella aceptó por variar. El día que se puso frente a un espejo su sonrisa se nubló y su cuerpo envejeció y se convirtió en una uva pasa fácil de enterrar. Si Tránsito ya no podía seguir riéndose de si misma, ¿para qué seguir viviendo? 


miércoles, 2 de agosto de 2017

Ruina y Malvada

Ruina y Malvada eran las jefas de una empresa de éxito. El secreto de su rápido crecimiento era la forma en que adjudicaban tareas y repartían beneficios. Utilizaban el sistema del embudo con el discurso de que esta era la forma óptima para asegurar el futuro de la empresa que habían levantado entre todos, trabajadores y jefatura. La puesta en escena de Ruina y Malvada era brillante y la mentira su arma cotidiana. Ellas lo repartían todo utilizando el fonil en un sentido o en otro según se repartiera trabajo o mérito. Con el sueldo hacían lo mismo haciendo creer a los asalariados que todo se compensaría en un futuro y que las palmaditas en la espalda, las escarapelas de "mejor empleado del mes" y el jabón de olor en el baño, eran suficiente para ser felices. Los empleados se sentían ufanos de pertenecer a un negocio tan boyante en el que podían presumir de salir en la prensa y de que sus jefas dieran conferencias sobre “cómo ser más dejando a los demás con menos sin que se den cuenta”. En una ocasión Ruina enfermó de algo que le dejó el cuerpo lleno de unos lunares muy feos. Malvada recurrió al clásico método del reparto y con un sacacorchos fue arrancando los lunares para, a continuación, repartirlos entre los trabajadores y que todos sufriesen un poco de la enfermedad de su jefa para que ella sufriera menos. Allí nadie entendió nada y Ruina quedó como un queso gruyere. Cuando Ruina respiró por última vez, Malvada comprendió que en esta ocasión no había funcionado el método del embudo y que quizás los repartos debían haber sido siempre de otra forma.

domingo, 30 de julio de 2017

Ulpiana Domínguez

Ulpiana Domínguez había escuchado tanto y se había tragado tanta desgracia ajena que su cuello era una  especie de salvavidas  que descansaba sobre sus hombros, al tiempo que le servía para apoyar la barbilla. En el pueblo eran famosas las tragaderas de Ulpiana y también sus sabios consejos. Habituada a estos menesteres del dar sin tregua, Ulpiana se había olvidado de si misma y un día en el que sus habituales no tenían penas que contarle porque estaban de verbena, se percató de sus pesares. Ella también sufría pero no sabía porqué. Su cabeza era un hervidero de desventuras perfectamente organizadas en su “taxonomía de desdichas” en el que no había dejado un hueco para las suyas. Una mañana consiguió abstraerse de su natural tendencia a ocuparse de los demás y se dio un consejo: “Ulpiana vete al psicólogo” y fue. El psicólogo fue tajante

-         - Señora vive usted en un laberinto de calamidades que no le corresponden.


Ante la cobardía de Ulpiana, que no tenía voluntad para cerrar su consultorio, el doctor le recetó un antidepresivo para seis meses. Ella salió del ambulatorio con el mismo talante con el que había entrado pero con una idea: siempre le había hecho ilusión un collar de color blanco así que, en cuanto llegó a casa, pintó las pastillas contra la tristeza con esmalte de uñas transparente y se hizo un collar con los seis meses de tratamiento. Ulpiana se puso al mundo por montera con su collar quitapenas, y hasta comenzó a lucir escote. En la silla en donde recibía a los preocupados ya no estaba ella sino su collar con un cartel con instrucciones: póngaselo y de tres vueltas a la pata coja alrededor de la silla, a continuación déjeselo al siguiente. Ulpiana perdió el cuello que le hacía flotar en la piscina y recuperó su vida porque ya no tenía que prestársela a nadie.

miércoles, 26 de julio de 2017

Geoffrey Azotea

La gente de éxito, esa a la que se  le han alineado los planetas, camina por la calle esperando ser reconocida y con la mirada procura pleitesía en  los ojos de sus admiradores. Geoffrey Azotea tenía el perfil opuesto; su vida había sido siempre anodina hasta que se topó con el éxito y no supo qué hacer con él. Como descendía de una estirpe de gente corriente, afín únicamente a la suerte cotidiana de barrio, no tuvo a quien pedir consejo y acabó metiendo el éxito en un cajón. Cuando le preguntaban por la gloria alcanzada, hacía como si no fuera con él y comentaba el estado de la mar.
En un día cualquiera Geoffrey se cruzó con un hombre de suerte, de esos de nariz empinada acostumbrado a los avatares de la diosa fortuna, que le ofreció un trueque: el éxito que guardaba en la gaveta a cambio de una ramita de romero. Geoffrey aceptó y como era un hombre de manos abiertas plantó la ramita en el jardín de la plaza del pueblo. El romero se extendió como mala hierba y dio un aroma delicioso al lugar. Todos los vecinos acordaron cambiarle el nombre al jardín y llamarle el de “la Azotea” en un homenaje a Geoffrey que no sabía en dónde meterse.

No hay que guardar a la Suerte en un cajón que luego se transforma en cualquier cosa.

viernes, 21 de julio de 2017

Lucrecia Hierbajo

Lucrecia Hierbajo era una mujer singular porque como ella, y gracias al destino, solo había una. La convivencia cerca de su persona se podía sobrellevar gracias a los intervalos de paz que mediaban entre “ilusión e ilusión”, que era como ella llamaba a sus deseos irrefrenables. Era capaz de crear una fuerza centrípeta en torno a sus múltiples antojos involucrando a la gente de alrededor, sin que nadie se diera cuenta. Las amigas no eran requeridas con tanta exigencia como los hijos y nueras y, por lo tanto, la toleraban mejor porque no eran conscientes de lo que éramos: los miembros de una secta involuntaria. Nuestra diosa Lucrecia  nos mantenía ocupados y felices a poquitos mediante sus dádivas y sobornos. Celebraba todo lo que los grandes almacenes anunciaban que debía conmemorarse: desde el día de los niños, al de las vecinas, las madres, las amigas, los abuelos; y lo hacía mediante la entrega de regalos a diestra y siniestra como inversión de sus futuras apetencias. Maestra en la trata de favores descabalada en su propio interés. Ella dar, daba pero siempre pensando en el siguiente pedido, el nuevo capricho. Su capacidad de ansia era inconmensurable y la necesidad de la pronta satisfacción, inevitable. La inmediatez era un requisito, la calma una ausencia impuesta por su ansiedad.
El trabajo de la casa le causaba repulsa pero en sentarse a la mesa era la primera. Elegir el mejor plato, surtirse de todo, arrancar el queso a la lasaña, la guinda de la tarta…eran las pautas habituales, para el resto era menos rutinaria. Su egoísmo no conocía pudor y nos mantenía alerta. Cuando quería algo se anteponía a cualquier interés comunal o individual de los miembros de su tribu sometida. Lo sugería de tal modo, con tal astucia y tantas lisonjas que acabábamos todos en la tienda de fajas para señoras de edad antes de pasar la tarde en el cine. Lo mejor es que estábamos convencidos de que su faja, era lo mejor para la familia.

miércoles, 19 de julio de 2017

Abrazos de altura



Volaba sola junto a un señor de edad indeterminada, de traje enlutado y manos muy blancas.

Llevaba gafas de pasta, modelo obispo, era delgado y tenía pelo. El buen señor leía un libro, sin título de tapas negras, con la parsimonia del desinterés.  

El vuelo iba bien hasta que comenzaron las sacudidas y nos rodearon las nubes negras. Nunca me gustó volar y en aquel momento menos.

A mí no se me ocurrió nada mejor que tirarme a los hombros del extraño señor con la banda sonora de un grito. El respondió a mi ímpetu y se dejó estrujar. Por su parte la tormenta pasó a engullirnos y la azafata perdió el aplomo. El desconocido me abrazó como se hace en las despedidas. Y me dejé y él se dejó como si apretarnos acallara los truenos y sosegara aquel artefacto. Aquello pintaba a desaguisado pero, de repente todo volvió a su ser y el extraño señor soltó un brazo de su asidero (yo),  deslizó su mano encerada hasta el bolsillo de su chaqueta, y tiró de algo que me colgó al cuello. Yo ni miré ni vi, solo me recompuse como pude. Él llegó a liberar su otro brazo pero yo ninguno, me había congelado en posición de achuchón.


Después de un rato le eché un ojo a mi compañero de viaje y pude ver cómo sonreía, satisfecho al ver que su regalo estaba haciendo efecto. O, al menos, eso interpreté del oscilar de su barbilla y del manoseo de lo que me había colado por la cabeza. La tormenta se disipó y llegó la calma, pude soltarme de la vetusta chaqueta que apestaba a naftalina y comprobé con el tacto la mercancía que pendía de mi cuello, le dí las gracias y el respondió “Edmundo Sacromonte, representante de rosarios”