viernes, 25 de mayo de 2018

Casimiro Silencio


no hubiera tanta gente con problemas. Pero la casualidad hizo que en su huida entre ola y ola se topase con el batallón de bañistas que competían en dar la vuelta a la isla y que, al verle, le confundieran con una boya en la que todos quisieran agarrarse. Una vez  más la necesidad de los otros le hizo prescindir de lo suyo y se dejó hundir. Casimiro debió haberse escuchado a sí mismo…


Último retrato de Casimiro previo al flemón



jueves, 17 de mayo de 2018

Canalización, empaquetado y envío de emociones



Sebastiana Limón era de profesión: cualquier cosa según se terciara, en función de la necesidad reinante y sobretodo a la zaga de la casualidad. Era una poneparches flexible, que encaraba la vida con optimismo y energía. Una solucionadora de imprevistos,  fontanera, maestra, psicóloga, escribana, enceradora de suelos…Sebastiana no le hacía ascos a nada y, como la conocía todo el pueblo y sabían de su habilidad “metamórfica”, recurrían a ella como a la autoridad en casi todos los planos dela vida.

Ella era de todos y para todos, lo mismo cosía el bajo de una falda a una novia en el altar, que ayudaba en la cosecha del azafrán.
El pueblo, en agradecimiento, había designado el día de Sebastiana para agasajarla y ella agradecida, empeñaba el día en hacer una fabada para todo el que tuviera hambre. Lo del dar no lo podía parar y tal era su afán que cuando le pudieron los años, inspirada en los tiempos modernos de la distribución, creó Amaton, para la  canalización, empaquetado y envío de emociones.

 Sebastiana favoreció la redistribución de la renta emocional a través de su red de cariño. Con Amaton, se dedicó a repartir afecto por todas partes. El catálogo de productos iba desde abrazos, poemas, cartas de amor, cariño embotellado, caricias, sonrisas, y el más popular:  horas de escucha. El negocio tenía una plantilla de voluntarios que entregaba los encargos y una clientela que nunca dejaba de crecer. Amaton fue invitada a cotizar en Bolsa, pero a Sebastiana le pareció que iría en contra de su espíritu.  Algún partido político quiso sacar tajada e incluso más de un Gobierno quiso adquirirla, pero nunca estuvo en venta y  Sebastiana se mantuvo ajena a la ineficiencia que hubiera supuesto "meter a esa gente en el ajo".
Actualmente Amaton ya no recibe encargos porque la intuición es lo que mueve la empresa; es tal la necesidad que los voluntarios trabajan a destajo y de forma espontánea. Son crupieres de amor para el desapego y la soledad.
 Sebastiana ya cría malvas, pero su día sigue celebrándose en su pueblo.

Las fotos son de Sebastiana al principio y al final de su generosa vida ©




domingo, 6 de mayo de 2018

Carmela


Carmela era una madre de las de antes, de las entregadas de verdad, de las que habían encontrado en la maternidad la culminación a todos sus anhelos. Ella era feliz dando y el dar se había convertido en su única aspiración y en su forma de vida. Ni sus hijos, ni su marido le habían dicho nada nunca, porque era muy cómodo tenerlo siempre todo hecho y recibir tanto cariño y entrega. Eran una familia feliz hasta el día en que Carmela confundió su bolso con la mochila de la niña y metió en él la merienda de Carmelita. Cuando Carmela introdujo la mano para sacar el rosario en la reunión parroquial, palpó la merienda y, sin pensarlo demasiado, se la fue comiendo a pellizcos mientras sus contertulias rezaban los Misterios. Algo tenía el bocadillo de nocilla, quizás demasiado amor, como siempre, que a Carmela le hizo sentirse muy bien. 

Su propio amor de vuelta, la hizo viajar a la etapa de su vida en la que ser amada era lo suyo. 

Cuando salió de la parroquia, se compró un helado de tuti fruti que era su sabor preferido (le costó un par de minutos recordarlo) pero que nunca podía ser el elegido porque siempre compraban el helado por litros para llevarlo a casa y había que agradar al resto de la familia. Siguió dando un paseo, no corriendo como siempre para llegar pronto a casa y seguir trajinando, y se metió en la peluquería. Allí se lo hizo todo y salió con diez años menos. La mar de satisfecha se sentó en una terraza a tomar un café. Un zascandil quiso entablar conversación, pero Carmela no necesitaba a nadie y pidió otro café. Se le hacía tarde y aun no sabía ni qué hacer para comer; así que yendo a casa sin prisas y por el camino más largo, recogió una propaganda de Telepizza que vio prendida en un parabrisas.
Carmela respiraba cada vez con más plenitud, como si se hubiera quitado de encima un montón de pesares a los que iba, poco a poco, dando nombre. Se miraba en cada escaparate y pensaba “soy Carmela”, soy yo.¡Hacia tanto tiempo que no decía "yo"!

Llegó a su casa se puso el bañador (de quince temporadas a tras), cogió la toalla y unas gafas de sol de esas que vienen con las revistas y se tendió en la terraza. Allí se la encontró la familia y casi al mismo tiempo llegó la pizza que había encargado antes de tumbarse a la bartola. Todos celebraron la pizza y a su madre le dejaron el borde quemado. Ella se levantó con calma y se fue al bar de la esquina a comerse lo que fuera. Nadie dijo nada.
Carmela dejó de hacer camas, meriendas, de dar consejos… pero empezó a sonreír todo el rato. Su felicidad les hacía felices aunque no sabían por qué.
A Carmela, el amor a sí misma le hacía sentirse bien. Con el tiempo su familia consiguió adaptarse  a un nuevo miembro egoísta que, queriéndoles menos, les obligaba a quererla a ella más.

Carmela bordó su última labor, un cuadro que llevó a enmarcar y colgó en el comedor:

“Hay que quererse porque si no, dejan de hacerlo. No queriéndote, no te quieren, queriéndote, te quieren más”.

miércoles, 2 de mayo de 2018

Torcuata Ciénaga

Torcuata Ciénaga era una mujer sencilla con una única obsesión: localizar al niño malo del parque de su infancia, retenido en su memoria por lo mucho que le había hecho sufrir. Recordaba perfectamente utilizar a su abuelo de parapeto, subida en los bancos de piedra. Aquellos bancos la hacían sentirse invencible porque terminaban en dos volutas que a ella le daban fuerza. Subida en aquellas plataformas pétreas, resguardada por la espalda de su abuelo y con el poder de las caracolas que ostentaba el banco, Torcuata se enfrentaba a aquel niño con la mirada y con nada más. Por culpa de aquel mequetrefe no podía columpiarse, recoger las bayas del ficus ni correr entre los árboles, él la estaba siempre observando y ella le tenía miedo. Aquella experiencia semanal de su infancia marcó su madurez y siempre, en cualquier circunstancia, buscaba a la persona que le pondría la zancadilla y la haría infeliz. La desconfianza fue su bandera y así se perdió muchas cosas buenas, intentando reencontrarse con el niño malo del parque y saldar la cuenta de terror que había sufrido de niña.

Con los años el recelo se afianzo en su rostro y le hizo brotar un seto que le juntó las cejas y le nubló las entendederas. Las pestañas se enredaron en la maraña cejijunta y ya no pudo dormir bajando los párpados sino subiendo los de abajo como un anfibio. La suspicacia anidada en su alma le desbarató la cara y como los transeúntes salían corriendo cuando se cruzaban con semejante beldad, ya no necesitó pensar en zancadillas, sino en no caerse sola.©