jueves, 25 de marzo de 2021

Artesanía y Pandemia

 


Alalibia Boñiga era secretaria, secretaria de las buenas. De aquellas que hacen del orden un modo de vida y su casa un templo de taxononomías y catálogos. Con el confinamiento se quedó sin trabajo y recaló en un ERTE de tantos. Afín a su esquema mental se dedicó a ordenar y, cuando ya no le quedaron cosas presentes, se dedicó a las perdidas, entre ellas sus ancestros. Como para ello debía estudiar genealogía y no le arredraba el esfuerzo, se afanó y logró el título. Sus pesquisas le condujeron a conocer el pasado artesanal de su familia en la Edad Media en la que fueron conocidos como maestros cesteros. A Alalibia le faltó tiempo para enmendar sus carencias artesanales y, después de agenciarse el material necesario, hizo otro curso y emuló a sus parientes de otro siglo. Cuando tuvo toda la casa clasificada en cestas se dio cuenta de lo bonito que quedaba y comenzó a contárselo a sus amigas que, inicialmente, erraron totalmente el tiro porque no se trataba de vender de cestas sino de descubrir qué ocupaciones habían tenido sus ascendientes para así rescatarlas. Con este afán entre elevado y manual, Alabilia convirtió a sus amigas en guanteras, alfareras y encajeras. Algunas como Margarita elevaron la alfarería a arte y contribuyeron a hacer del mundo un lugar más bonito. Gracias a Alalibia y al confinamiento, numerosos oficios volvieron a estar de actualidad y algún ERTE fue casi una bendición. Si es que nunca se sabe......

miércoles, 24 de marzo de 2021

Manolita Franela

 Solamente una mujer sabia podía detectar la conexión existente entre el dedo pulgar y la nariz de la gente. Ella, que con frecuencia observaba cómo las narices aguileñas correspondían a dedos puntiagudos o cómo los dedos trompudos hacían compañía a narices redondas, reconocía en la nariz el timón de la personalidad y que, aquellas  personas que osaban retocar sus apéndices nasales, perdían el rumbo. Lo que no había compartido nunca con nadie era que era posible reencontrar el sentido perdido si se apuntaba con el dedo pulgar. Por eso Manolita Franela, mujer recauchutada, adicta a la cirugía estética, encontró una nueva vida haciendo autostop.


El mundo está lleno de conexiones que esperan ser reconocidas...😁

domingo, 7 de marzo de 2021

#HistoriasdePioneras

Clara Coronado 

No se podía ser mujer y no saber bordar, o al menos eso decía mi madre y por eso me afanaba en hacerlo bien para ser como ellas y también para ser amiga de todas aquellas mujeres que se encontraban por todas partes. Desde pequeñita, disfrutaba del ruido que hacían las encajeras del pueblo con los bolillos. Aquel repiqueteo me hacía bailar, aunque eso estaba mal visto. Yo las observaba como si de un museo vivo se tratase. Ellas allí sentadas atendiendo la cuenta de su labor y comentando con las otras artesanas, sin dejar de mover las manos. Luego las veía en el arroyo golpeando la ropa y venga a darle vueltas y hablando sin parar con las otras lavanderas. Las mujeres del pueblo siempre trabajando siempre dándole a la lengua. También venían las de la iglesia aunque estas no hablaban sino que rezaban haciendo ondular sus mantillas. Al salir de la iglesia, eso sí, se las veía alegar con los ojos y con las manos, susurrando sus miserias como si fuera pecado contarlas allí Eran siempre las mismas, que se narraban sus cosas, que pasaban de lavanderas a mujeres pías, de paseantes a cocineras. Aquellas mujeres me parecía que tejían un tapiz entre todas en el que por turnos pasaban de un quehacer al otro: ora la trama, ora la urdimbre, ora barrer los hilos desperdigados por el suelo...

Cuando iba con mi madre de la mano (yo siempre saltando porque era muy inquieta) percibía su sonrisa de complicidad cuando se cruzaba con sus vecinas, intercambiaban saludos, algunos besos y a veces un : «luego te lo cuento». Eran una especie de colegialas en un patio de colegio inmenso que abarcaba las casas de todas. A mí todo aquello me hacía soñar despierta en mi futuro y en las mujeres que serían mis amigas.

Cuando llegábamos a casa mi madre me decía: «Clarita, a estudiar las cuentas, para que luego no te engañen en el colmado» y yo pensaba: «¡ah! es para eso. Las mujeres estudiamos para seguir cuidando de la familia». Yo le decía que sí y pasaba las tardes leyendo y a veces, escribiendo poesía.

Cuando crecí seguí leyendo y como a veces caí muerta, intenté rescatar de mi infancia las enseñanzas más importantes no fuera que volviera a perecer de nuevo y esa vez, no pudiera contarlo. Nunca tuve duda de que mi verdadera escuela fue siempre la observación de las gentes que conformaron mi pueblo junto con todos los libros que me regaló mi abuelo.

Mis caídas en la muerte se sucedieron tantas veces que cuando lo hice de verdad, me pincharon con una aguja de calceta en tal exagerado número de veces que casi tuve que volver para que dejaran de hacerlo.

Sufrí de catalepsia y fueron muchas las ocasiones en las me creyeron resucitada cuando en realidad no me había ido. Me miraban como debieron hacerle a las brujas en la Edad Media, pero yo solo quería ir de merienda después de tanto sueño. La muerte para mí fue siempre un asunto de ida y vuelta que me condicionó la vida y me hizo cohabitar con el miedo. Tenía pesadillas en torno a un ataúd en el que  yacía viva pero solo lo sabía yo. Nunca estuve muy segura de que la muerte era un camino sin retorno pero, por si acaso, tuve prisa en poner en marcha mi proyecto: un tapiz de mujeres poetas.

Ya era lo suficientemente mayor para saber lo que quería y había decidido escribir versos. Nadie me hizo ni caso, ni siquiera quisieron leerlos pero yo conseguí publicarlos y que los leyeran otras mujeres que, como yo, hacían de la poesía el destino de su lamento. Aquellas mujeres y yo comenzamos a encontrarnos en los pueblos que a todas no nos quedaban lejos y luego, con el devenir del tiempo, se juntaron otras que venían de otras tierras. El regocijo de juntarnos era tal que casi hablábamos en verso. Éramos como las mujeres de la plaza que vivían todas juntas aunque disimulaban en sus celdas; nosotras podíamos hacerlo, nosotras sí. Nosotras éramos un grupo de poetisas dispuestas a gritar al viento.

 

Clara Coronado (Almendralejo 1820-Lisboa 1911) poetisa Romántica que denunció la desigualdad y el machismo en sus poemas y fue además abolicionista junto a Concepción Arenal. Creadora de una red de mujeres poetisas para ayudarse a publicar y a luchar por su reconocimiento como literatas. Creo una hermandad de sororidad poética porque sabía muy bien hasta dónde puede llegar la fuerza y la energía de un grupo de mujeres reunidas en torno a un lema.