viernes, 22 de septiembre de 2017

Todo y nada a mano

En cien años una de las manos humanas se habrá convertido en teléfono móvil; se perderán la mitad de las caricias y los abrazos ya no serán lo mismo. No se podrá aplaudir ni remar, no podremos nadar, la mitad de los guantes de la tierra no servirán para nada, desaparecerán los músicos y su música,  no se jugará al “corro de la patata” ni se bailarán sardanas (lo digo por lo que está pasando), la artesanía manual se extinguirá, no se podrán hacer croquetas con una cuchara, los jardineros irán despacito, los ambidiestros dejarán de serlo y los pintores no podrán sostener su paleta. El otro gran perjudicado, aparte de la humanidad, será Apple (que se habrá comido a la competencia y será la marca blanca mundial) que solo podrá vender fundas…

Tendremos todo y nada a mano.©



lunes, 18 de septiembre de 2017

Hoy dudo, como ayer

En algún momento de mi vida me he sentido agarrada al ala de un avión que hace lo suyo y va volando. Mis manos aferradas e indefensas, responsables del resto de mí misma, y mi voluntad contrariada por no saber a dónde me llevaban, eso sí, los bolsillos, con cremallera, repletos de promesas. Recuerdo las caras asustadas de otros que iban en globo, sin rumbo como yo; y la paz de no estar desacompañada.  

En otras he conducido hacia dónde yo he querido ir pero por el camino me he encontrado multitud de carteles que me han dicho; “por aquí, no” o “mejor por ese otro lado”. Una sensación de sí, pero no.

En pocas ocasiones, pero en alguna,  he llegado a la orilla tras un naufragio. Allí he sentido el alivio de la tierra firme y la tranquilidad de que nadie me estaba esperando. Me he incorporado contenta, he gozado del placer de la arena caliente y me he dejado llevar, a la deriva, por mi voluntad empapada.

No sé cuál de las tres sensaciones prefiero.©

lunes, 11 de septiembre de 2017

Terapia contra las malas elecciones

Cintia Gorrínez cuidaba cerdos y nunca había entendido porqué le habían puesto un nombre tan poético. Solo pudo atar cabos cuando cayó en sus manos un recopilatorio de poemas que la dejó sin habla. Entonces comprendió que lo de los puercos no encajaba con su destino. Ella tenía un alma lírica y no un alma granjera.
Expedito Sacromonte era el mecanógrafo perfecto, limpio, medido en sus palabras y de sonrisa escasa. Toda aquella facha se diluía los sábados por la noche cuando olvidaba la pulcritud y el buen gusto y se dedicaba  a competir en concursos de tragaldabas. En esos certámenes Expedito se convertía en el más guarro, en el que más comida podía comer con las manos y más borracho podía terminar. Expedito vencía siempre, aunque acabara debajo de la mesa.
Nicanora Botijo era inspectora de alcantarillas. Cada mañana se enfundaba su mono naranja fosforito con su linterna en la frente y las botas de caucho, para internarse en los corredores del interior de su ciudad. A eso de las seis de la tarde se escapaba por una de las salidas de la cloaca, dejaba su atuendo dentro de una boca de incendios abandonada y se intentaba colar en la Escuela de Bellas Artes para presentarse al puesto de modelo al desnudo. Esa era su ilusión aunque no había forma de que la dejasen avanzar más allá de la puerta por el olor que traía de su oficina, las galerías que constituían su modo de vida.
Los tres ansiaban algo que no identificaban y los tres se cruzaron con un anuncio de “Terapia contra las malas elecciones” al que acudieron con ilusión. Allí aprendieron que un cambio era posible y que solo había que tener visión, paciencia y sobretodo trazar un plan. Se hicieron amigos e intercambiaron sus pesares. Fueron horas de hablar sin orden, de escuchar ilusiones y disparates hasta que el cuarto alumno de la terapia: Braulio Naftalina, un fontanero que hubiese querido ser escritor de epitafios, dio una idea.

—    ¿Y por qué no fundamos una “agencia de permuta de trabajos”? Quizás haya un escritor de epitafios que quiera ser fontanero.
—    O una poetisa que quiera cuidar cerdos, ¿quién sabe?
—    ¿Creéis que existirá un probador de comidas que prefiera ser mecanógrafo?
—    Lo mío ya me resulta más remoto, ¿una modelo de artistas que prefiera visitar alcantarillas?
—    No lo sabremos si no lo ponemos en marcha, dijo Braulio.

La empresa empezó a funcionar recibiendo muchas cartas de gente descontenta que quería cambiar de ocupación. Lo entretenido era emparejar la oferta con la demanda. Lo consiguieron, el negocio fue un éxito y todos ellos consiguieron la felicidad laboral. Lo siguiente fue fundar la agencia de intercambio de parejas, luego de familias, de viviendas…Solo tocaron fondo cuando intentaron permutar la suerte. Hasta ahí habían llegado.
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(Nota: Braulio Naftalina, sacó la foto)


miércoles, 6 de septiembre de 2017

Celedonio Níspero

Celedonio Níspero despertó con la necesidad de hacer de su día, un día especial. Lo empezó descendiendo de su cama de dosel por los pies, desayunando ensaladilla rusa y duchándose vestido. En vez de la barba, se afeitó las axilas y en vez de camisa se puso un peto tirolés y unas sandalias cangrejeras. De esta guisa se presentó al mundo que no pareció percibir su presencia. Se paseó por la calle principal de su pequeña ciudad sin llamar la atención y es que había varias personas que también habían recurrido al esperpento esa mañana. La situación le decepcionó un poco así que la descartó y se procuró otra: se presentaría en la playa como salvavidas voluntario por si algún salvamento le otorgaba la fama soñada. Tampoco le sirvió; el mar se había convertido en un plato desde hacía décadas y no se ahogaban ni los de tierra adentro. Él quería que su día fuera especial y como el atuendo no parecía ayudar, recurrió a la acción y se paseó en monociclo en calzoncillos; pero solo provocó lástima. Trabajó como limpiabotas por si su simpatía le dispensaba el reconocimiento de sus clientes, pero estos se centraban en sus zapatos y no en la sonrisa ni en la plática de Celedonio. Cansado de tanta intentona, se recostó en un banco de piedra, de esos con volutas a modo de reposa brazos. Su sueño era ser rey por un día, salir en el periódico y que la gente mencionara su nombre “Celedonio” y pensó en cantar. Sí, eso haría, cogería su acordeón al que acompañaría con su voz en el parque. Pero nadie, ni los viandantes de aquel lugar ajardinado, se acercaron a escucharle. Cambió de táctica, se vistió con un cuello cervantino y declamó unos versos de su cosecha que había coleccionado toda su vida, sobre un cajón de tomates de bola. Aquello pareció interesar a unos pocos  y luego a más vecinos, llegó la prensa y la televisión. Pero, ¿qué había recitado Celedonio para captar por fin la atención de sus conciudadanos? Simplemente les había narrado historias, compuestas en los momentos de felicidad máxima que lo habían sido para él y para la gente de su isla. Se convirtió en el pregonero de las buenas noticias y del orgullo de su tierra. Aquello sí que le convirtió en un ser especial. La colección de buenas noticias que atesoraba en una caja de madera de tea de su abuelo, le dio trabajo y notoriedad para el resto de su vida.©


domingo, 3 de septiembre de 2017

Basilio Natalio Terceto

Basilio Natalio Terceto creía en el amor, aunque no lo había catado nunca porque lo sentía en un solo sentido: desde su corazón al mundo. Ansiaba vivir una pasión desmesurada, cometer un dislate por amor y luego, sufrir por el desamor que, sin duda, remataría la historia. El desprecio de Casandra Rastrojo, su enamorada imaginaria, era requisito indispensable. Escribía cartas en papel de serpentina y las lanzaba desde el balcón; aunque nadie, salvo los barrenderos que se enojaban bastante con el despojo de Cabalgata fuera de fecha, le hacía caso. Basilio quería amar a toda costa y se compró una lira para acompañar sus versos que recitaba en cualquier parte, pero las damas huían y los caballeros le invitaban a café para que callara. Basilio pensó en pagar para poder amar, pero en el precio iba incluido el “ser amado” y como eso no le valía,  le echaban al amanecer de los lugares en donde ponían precio a aquel amor que él ni buscaba ni quería pagar. Basilio vivía descorazonado, preso de una maldición que le obligaba a mostrar pasión a diestra y siniestra, ¿es que acaso no se puede amar sin ser amado? se preguntaba melancólico bajo una platanera. Desesperado acudió a una agencia de encuentros, se enamoró de todas sus citas y todas le correspondieron por no ser ni cansino ni ansioso. Se tenía por ser un amante hábil, creía saber dar para no suscitar contrapartida, pero no acertaba. Basilio parecía no tener remedio. Un día un camarero le recomendó emplearse en el Zoo en donde podría amar sin tener respuesta, que era su único anhelo. Allí, aunque disfrutó amando a las bestias, le pisó un elefante, una salamandra le escupió en un ojo, un camello le dio una coz y un tigre acabó comiéndoselo. Si es que el amor tiene que ir y volver, si no, no vale. ©