domingo, 30 de julio de 2017

Ulpiana Domínguez

Ulpiana Domínguez había escuchado tanto y se había tragado tanta desgracia ajena que su cuello era una  especie de salvavidas  que descansaba sobre sus hombros, al tiempo que le servía para apoyar la barbilla. En el pueblo eran famosas las tragaderas de Ulpiana y también sus sabios consejos. Habituada a estos menesteres del dar sin tregua, Ulpiana se había olvidado de si misma y un día en el que sus habituales no tenían penas que contarle porque estaban de verbena, se percató de sus pesares. Ella también sufría pero no sabía porqué. Su cabeza era un hervidero de desventuras perfectamente organizadas en su “taxonomía de desdichas” en el que no había dejado un hueco para las suyas. Una mañana consiguió abstraerse de su natural tendencia a ocuparse de los demás y se dio un consejo: “Ulpiana vete al psicólogo” y fue. El psicólogo fue tajante

-         - Señora vive usted en un laberinto de calamidades que no le corresponden.


Ante la cobardía de Ulpiana, que no tenía voluntad para cerrar su consultorio, el doctor le recetó un antidepresivo para seis meses. Ella salió del ambulatorio con el mismo talante con el que había entrado pero con una idea: siempre le había hecho ilusión un collar de color blanco así que, en cuanto llegó a casa, pintó las pastillas contra la tristeza con esmalte de uñas transparente y se hizo un collar con los seis meses de tratamiento. Ulpiana se puso al mundo por montera con su collar quitapenas, y hasta comenzó a lucir escote. En la silla en donde recibía a los preocupados ya no estaba ella sino su collar con un cartel con instrucciones: póngaselo y de tres vueltas a la pata coja alrededor de la silla, a continuación déjeselo al siguiente. Ulpiana perdió el cuello que le hacía flotar en la piscina y recuperó su vida porque ya no tenía que prestársela a nadie.

miércoles, 26 de julio de 2017

Geoffrey Azotea

La gente de éxito, esa a la que se  le han alineado los planetas, camina por la calle esperando ser reconocida y con la mirada procura pleitesía en  los ojos de sus admiradores. Geoffrey Azotea tenía el perfil opuesto; su vida había sido siempre anodina hasta que se topó con el éxito y no supo qué hacer con él. Como descendía de una estirpe de gente corriente, afín únicamente a la suerte cotidiana de barrio, no tuvo a quien pedir consejo y acabó metiendo el éxito en un cajón. Cuando le preguntaban por la gloria alcanzada, hacía como si no fuera con él y comentaba el estado de la mar.
En un día cualquiera Geoffrey se cruzó con un hombre de suerte, de esos de nariz empinada acostumbrado a los avatares de la diosa fortuna, que le ofreció un trueque: el éxito que guardaba en la gaveta a cambio de una ramita de romero. Geoffrey aceptó y como era un hombre de manos abiertas plantó la ramita en el jardín de la plaza del pueblo. El romero se extendió como mala hierba y dio un aroma delicioso al lugar. Todos los vecinos acordaron cambiarle el nombre al jardín y llamarle el de “la Azotea” en un homenaje a Geoffrey que no sabía en dónde meterse.

No hay que guardar a la Suerte en un cajón que luego se transforma en cualquier cosa.

viernes, 21 de julio de 2017

Lucrecia Hierbajo

Lucrecia Hierbajo era una mujer singular porque como ella, y gracias al destino, solo había una. La convivencia cerca de su persona se podía sobrellevar gracias a los intervalos de paz que mediaban entre “ilusión e ilusión”, que era como ella llamaba a sus deseos irrefrenables. Era capaz de crear una fuerza centrípeta en torno a sus múltiples antojos involucrando a la gente de alrededor, sin que nadie se diera cuenta. Las amigas no eran requeridas con tanta exigencia como los hijos y nueras y, por lo tanto, la toleraban mejor porque no eran conscientes de lo que éramos: los miembros de una secta involuntaria. Nuestra diosa Lucrecia  nos mantenía ocupados y felices a poquitos mediante sus dádivas y sobornos. Celebraba todo lo que los grandes almacenes anunciaban que debía conmemorarse: desde el día de los niños, al de las vecinas, las madres, las amigas, los abuelos; y lo hacía mediante la entrega de regalos a diestra y siniestra como inversión de sus futuras apetencias. Maestra en la trata de favores descabalada en su propio interés. Ella dar, daba pero siempre pensando en el siguiente pedido, el nuevo capricho. Su capacidad de ansia era inconmensurable y la necesidad de la pronta satisfacción, inevitable. La inmediatez era un requisito, la calma una ausencia impuesta por su ansiedad.
El trabajo de la casa le causaba repulsa pero en sentarse a la mesa era la primera. Elegir el mejor plato, surtirse de todo, arrancar el queso a la lasaña, la guinda de la tarta…eran las pautas habituales, para el resto era menos rutinaria. Su egoísmo no conocía pudor y nos mantenía alerta. Cuando quería algo se anteponía a cualquier interés comunal o individual de los miembros de su tribu sometida. Lo sugería de tal modo, con tal astucia y tantas lisonjas que acabábamos todos en la tienda de fajas para señoras de edad antes de pasar la tarde en el cine. Lo mejor es que estábamos convencidos de que su faja, era lo mejor para la familia.

miércoles, 19 de julio de 2017

Abrazos de altura



Volaba sola junto a un señor de edad indeterminada, de traje enlutado y manos muy blancas.

Llevaba gafas de pasta, modelo obispo, era delgado y tenía pelo. El buen señor leía un libro, sin título de tapas negras, con la parsimonia del desinterés.  

El vuelo iba bien hasta que comenzaron las sacudidas y nos rodearon las nubes negras. Nunca me gustó volar y en aquel momento menos.

A mí no se me ocurrió nada mejor que tirarme a los hombros del extraño señor con la banda sonora de un grito. El respondió a mi ímpetu y se dejó estrujar. Por su parte la tormenta pasó a engullirnos y la azafata perdió el aplomo. El desconocido me abrazó como se hace en las despedidas. Y me dejé y él se dejó como si apretarnos acallara los truenos y sosegara aquel artefacto. Aquello pintaba a desaguisado pero, de repente todo volvió a su ser y el extraño señor soltó un brazo de su asidero (yo),  deslizó su mano encerada hasta el bolsillo de su chaqueta, y tiró de algo que me colgó al cuello. Yo ni miré ni vi, solo me recompuse como pude. Él llegó a liberar su otro brazo pero yo ninguno, me había congelado en posición de achuchón.


Después de un rato le eché un ojo a mi compañero de viaje y pude ver cómo sonreía, satisfecho al ver que su regalo estaba haciendo efecto. O, al menos, eso interpreté del oscilar de su barbilla y del manoseo de lo que me había colado por la cabeza. La tormenta se disipó y llegó la calma, pude soltarme de la vetusta chaqueta que apestaba a naftalina y comprobé con el tacto la mercancía que pendía de mi cuello, le dí las gracias y el respondió “Edmundo Sacromonte, representante de rosarios”