Baldomero Mejillón creía en la nada, por creer en algo. Su mayor ambición era llegar a tener el barrigón de su tío Hermelindo cuando llegara a la edad de merecer tal sombra. Baldomero era un hombre de poco soñar y mucho comer, hasta el día que le explicaron que el soñar no costaba dinero; y es que él creía que lo de imaginar era cosa de ricos. Desde aquel instante autorizó el fantaseo a sus emociones y dio cabida a enamorarse, a disfrutar de cosas imposibles como la poesía y los paseos sin rumbo pero con paisaje…Baldomero Mejillón empezó a vivir la vida de la ilusión que antes sintetizaba en un buen estofado de su madre. Se le abrió el mundo de lo impensable, de lo colorido y lo inesperado. Baldomero no se reconocía, así que se cambió el nombre y decidió llamarse Merobaldo, para así regodearse en su nuevo yo sin echar de menos su anterior vida anodina.
Merobaldo cambió de aspecto y de mono azul pasó a túnica de raso. De lampiño a barbado y de bota campera a coturnos. Lo logró, era otro. Solo le faltaba un discurso, un pedestal y una audiencia.
De esta nueva guisa, comenzó a deambular por la avenida marítima como si tal cosa, sintiéndose carne de admiración y égloga, sin ser pastor. Lo que no percibía era que su ejemplo creaba escuela y eran muchas las gentes que, advertidos de su felicidad, decidían seguirle.
Baldomero Mejillón fue el creador de la primera secta altruista con el único fin de hacer soñar y hacer creer que, a veces, los sueños dejaban de serlo.
El lema Merobaldiano: los sueños de lo inimaginable atraen a la buena suerte; solo así, la diosa fortuna se deja caer.
La máquina del retrato, es un invento de Baldomero que, muchas veces, funcionaba.