Dorivaldo e Igualdino eran luthier y cantante, respectivamente, y amantes de las flores al alimón. Vivían en el discurso de la mutua complacencia y en la absoluta certeza de su talento; pero no lo tenían. El uno solo vendía violines para atrezzo de fotógrafo y el otro había mantenido a docenas de profesores de canto que no habían despertado a sus cuerdas vocales. Aun así, conservaban la ilusión y, como eran pura simpatía, tenían su corte de acólitos (usuarios de la fama inventada) y seguidores que se reunían con ellos en el Café del Desconcierto. A base de creer lo que no era y nunca sería, habían adoptado cierta pose de triunfo que les granjeaba admiradores del primer minuto y a veces del segundo, pero no más. La frivolidad era su bandera y de ahí no podían pasar, porque eran seguidores de lo superfluo, de lo banal sin consecuencias, del hablar por hablar y del reír por no llorar. No frecuentaban entierros, ni hospitales pero sí bodas , cumpleaños y concursos de belleza. La razón de ser de su existencia era la buena noticia, la carcajada y la frase amable; ante los infortunios salían corriendo o fingían no entender. Dorivaldo e igualdino no conocieron la pena porque la desoyeron continuamente y a fuerza de ese comportamiento esquivo de la realidad, comenzaron a flotar y flotar…hasta que les cubrió una nube.
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