sábado, 2 de junio de 2018

Dorivaldo e Igualdino

Dorivaldo e Igualdino eran luthier y cantante, respectivamente, y amantes de las flores al alimón. Vivían en el discurso de la mutua complacencia y en la absoluta certeza de su talento; pero no lo tenían. El uno solo vendía violines para atrezzo de fotógrafo y el otro había mantenido a docenas de profesores de canto que no habían despertado a sus cuerdas vocales. Aun así, conservaban la ilusión y, como eran pura simpatía, tenían su corte de acólitos (usuarios de la fama inventada) y seguidores que se reunían con ellos en el Café del Desconcierto. A base de creer lo que no era y nunca sería, habían adoptado cierta pose de triunfo que les granjeaba admiradores del primer minuto y a veces del segundo, pero no más. La frivolidad era su bandera y de ahí no podían pasar, porque eran seguidores de lo superfluo, de lo banal sin consecuencias, del hablar por hablar y del reír por no llorar. No frecuentaban entierros, ni hospitales pero sí bodas , cumpleaños y concursos de belleza. La razón de ser de su existencia era la buena noticia, la carcajada y la frase amable; ante los infortunios salían corriendo o fingían no entender. Dorivaldo e igualdino no conocieron la pena porque la desoyeron continuamente y a fuerza de ese comportamiento esquivo de la realidad, comenzaron a flotar y flotar…hasta que les cubrió una nube.
El retrato me lo envía Juan Eulate, que los conoció una fiesta. Posaron de espaldas, en un inusual arranque de timidez. Una pena, no suelen ser así.


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