Berenice Castegaldonfo solo comía callos y lo hacía de la mañana a la noche.
Nuestra protagonista tampoco gustaba de prisas por eso adoraba los callos. Según ella y sus ascendientes este suculento plato era afín a la parsimonia y debía cocinarse a fuego lento durante días. Berenice tenía datadas las cazuelas con el día de comienzo de la cocción del delicioso guiso. Ella vivía en una casa aislada pero no había sido siempre así, el aislamiento lo había potenciado su afición gastronómica y los vecinos se habían ido distanciando huyendo de un aroma demasiado contundente e omnipresente a todas horas. Berenice vivía en un páramo rodeada de solares en los que quedaban los cimientos de las casas levantadas y trasladadas. Nada de aquello arredraba a Berenice que seguía con su pauta lenta y con pimentón. El día de su cumpleaños 50 pensó que ya le tocaba celebrar e invitó a todo el pueblo a una fiesta en su descampado a la que concurrió toda la vecindad sorprendida por la invitación. Berenice había preparado su plato estrella, los callos cocidos a fuego lento que su madre había puesto a cocinar desde su nacimiento 50 años atrás, sobre un nido de luciérnagas, y que habían llegado a hervir con la levedad de los insectos guardeses.
Berenice preparó el ágape y para darle el toque de aniversario, puso un salvamanteles de corcho de ikea flotando en el centro con una vela encima (apagada no fuera a provocar un calentón en los callos).
Todo el pueblo comió de plato anciano y gimió de gusto. Se dieron cuenta de que Berenice tenía razón y que los callos a fuego lento eran una iguaria; y no solo eso: la lentitud insuflada durante años trascendió del plato a los paladares y de allí a los ademanes, costumbres y movimientos del pueblo que se convirtió en un pueblo sin prisas. Un pueblo en el que se hacían las cosas con el tiempo necesario. Los vecinos comenzaron a quedar a observar amaneceres, leer en voz alta y a escucharse entre ellos. Los problemas de resolvían y la paz se instaló en el reloj del campanario para dar testimonio de que que todo iba al ritmo adecuado. El pueblo de Berenice se hizo famoso y los pueblos de alrededor copiaron su espíritu. Las ciudades no quisieron ser menos y la prisa pasó a los anales de la historia. La ausencia de prisa les dio más tiempo para solucionar lo importante y pudieron arreglar el hambre en el mundo. El mal humor dejó de calentar el planeta, y los Polos volvieron a helarse satisfechos.
Berenice recibió muchas cartas de personalidades que querían saber cuál era su secreto, ella siempre respondía lo mismo: pensar y hacer las cosas a fuego lento. ©
En la foto seguidoras de Berenice.
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