Jacinta Vendabal se percató del paso del tiempo el día en
que se le plegó el labio superior, como un acordeón. «Debe ser lo mismo que le pasó a la tía Astolfa» se dijo para sí contemplando aquellos
frunces.
Como ella era una mujer de acción y de poco pensamiento
útil, se lanzó a la calle a ver si en algún escaparate oteaba alguna solución a
aquella señal de la cuesta abajo. Recorrió todas las calles comerciales de su
ciudad y no halló nada; hasta que atraída por el pirulí de una barbería se
observó en la luna del comercio y, por arte de la casualidad, se le solapó la
sombra de un bigote a la zona del conflicto. Así pergeñó la idea de ponerse un
bigote sobre la azotea de su labio fruncido y disimular el peso del calendario.
Ella, fiel a sus ademanes, se perdió en la barbería y solicitó consejo sobre
cómo dejarse bigote.
El barbero, entreviendo un posible negocio en la
proliferación de mujeres bigotudas, le dio el mejor de los consejos y la animó
a rasurarse la zona para que el vello superfluo e invisible se convirtiera en
mostacho. Jacinta no se lo pensó dos veces y salió del lugar con la vista
puesta en las cuchillas que su padre había usado toda la vida y que aún se encontraban en el Rastro.
Ni corta ni perezosa se afeitó durante 45 días y cultivó un
frondoso mostacho que le cubrió el acordeón y todo lo que a ella le hiciera
falta. Jacinta observó satisfecha su obra y salió a la calle. Ya no tenía el
código que en números romanos dejaba ver los años transcurridos pero, a cambio,
se había convertido en un reclamo circense. Aquello no le dio contentura, así
que recordó una historia que le había contado su amigo Guillermo Holm sobre
cómo quitar las arrugas y se depiló el bigote con ácido sulfúrico para no dejar
ni un pelo. Lo siguiente fue, según directrices de Guillermo, estirarse la zona
depilada y cada vez más llena de surcos con unas pinzas de la ropa que deberían
tirar del pellejo desde la parte de atrás de su cabeza. Aquello funcionó hasta
que, harta de sonreír todo el rato, cerró la boca y las pinzas salieron
disparadas haciendo añicos un semáforo
Con el tiempo la obsesión de Jacinta trascendió a su ciudad
y se convirtió en un problema de todos. Nadie sabía cómo ayudarla hasta que un
estilista dio con la solución: «pondré
de moda los labios fruncidos y les llamaré códigos de barras»
Desde entonces llevar un código de barras auténtico es
símbolo de estilo y autoridad. Jacinta se convirtió en mujer anuncio. El
barbero no diversificó su negocio. Los tendederos se llenaron de ropa anudada y la moda se convirtió en autoridad.
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