Ulpiana Domínguez había escuchado tanto y se había tragado
tanta desgracia ajena que su cuello era una especie de salvavidas que descansaba sobre sus hombros, al tiempo que le servía para apoyar la barbilla. En el pueblo eran famosas las tragaderas
de Ulpiana y también sus sabios consejos. Habituada a estos menesteres del dar
sin tregua, Ulpiana se había olvidado de si misma y un día en el que sus
habituales no tenían penas que contarle porque estaban de verbena, se percató
de sus pesares. Ella también sufría pero no sabía porqué. Su cabeza era un
hervidero de desventuras perfectamente organizadas en su “taxonomía de
desdichas” en el que no había dejado un hueco para las suyas. Una mañana consiguió
abstraerse de su natural tendencia a ocuparse de los demás y se dio un consejo:
“Ulpiana vete al psicólogo” y fue. El psicólogo fue tajante
- - Señora vive usted en un laberinto de calamidades
que no le corresponden.
Ante la cobardía de Ulpiana, que no tenía voluntad para
cerrar su consultorio, el doctor le recetó un antidepresivo para seis meses.
Ella salió del ambulatorio con el mismo talante con el que había entrado pero
con una idea: siempre le había hecho ilusión un collar de color blanco así que,
en cuanto llegó a casa, pintó las pastillas contra la tristeza con esmalte de
uñas transparente y se hizo un collar con los seis meses de tratamiento. Ulpiana
se puso al mundo por montera con su collar quitapenas, y hasta comenzó a lucir escote. En la silla en donde
recibía a los preocupados ya no estaba ella sino su collar con un cartel con
instrucciones: póngaselo y de tres vueltas a la pata coja alrededor de la
silla, a continuación déjeselo al siguiente. Ulpiana perdió el cuello que le
hacía flotar en la piscina y recuperó su vida porque ya no tenía que
prestársela a nadie.