Lucrecia Hierbajo era una mujer singular porque como ella, y
gracias al destino, solo había una. La convivencia cerca de su persona se podía
sobrellevar gracias a los intervalos de paz que mediaban entre “ilusión e
ilusión”, que era como ella llamaba a sus deseos irrefrenables. Era capaz de
crear una fuerza centrípeta en torno a sus múltiples antojos involucrando a la
gente de alrededor, sin que nadie se diera cuenta. Las amigas no eran
requeridas con tanta exigencia como los hijos y nueras y, por lo tanto, la
toleraban mejor porque no eran conscientes de lo que éramos: los miembros de
una secta involuntaria. Nuestra diosa Lucrecia
nos mantenía ocupados y felices a poquitos mediante sus dádivas y
sobornos. Celebraba todo lo que los grandes almacenes anunciaban que debía
conmemorarse: desde el día de los niños, al de las vecinas, las madres, las
amigas, los abuelos; y lo hacía mediante la entrega de regalos a diestra y
siniestra como inversión de sus futuras apetencias. Maestra en la trata de
favores descabalada en su propio interés. Ella dar, daba pero siempre pensando
en el siguiente pedido, el nuevo capricho. Su capacidad de ansia era
inconmensurable y la necesidad de la pronta satisfacción, inevitable. La
inmediatez era un requisito, la calma una ausencia impuesta por su ansiedad.
El trabajo de la casa le causaba repulsa pero en sentarse a
la mesa era la primera. Elegir el mejor plato, surtirse de todo, arrancar el
queso a la lasaña, la guinda de la tarta…eran las pautas habituales, para el
resto era menos rutinaria. Su egoísmo no conocía pudor y nos mantenía alerta.
Cuando quería algo se anteponía a cualquier interés comunal o individual de los
miembros de su tribu sometida. Lo sugería de tal modo, con tal astucia y tantas
lisonjas que acabábamos todos en la tienda de fajas para señoras de edad antes
de pasar la tarde en el cine. Lo mejor es que estábamos convencidos de que su
faja, era lo mejor para la familia.
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