La gente de éxito, esa a
la que se le han alineado los planetas, camina por la calle esperando ser
reconocida y con la mirada procura pleitesía en los ojos de sus
admiradores. Geoffrey Azotea tenía el perfil opuesto; su vida había sido siempre
anodina hasta que se topó con el éxito y no supo qué hacer con él. Como
descendía de una estirpe de gente corriente, afín únicamente a la suerte
cotidiana de barrio, no tuvo a quien pedir consejo y acabó metiendo el éxito en
un cajón. Cuando le preguntaban por la gloria alcanzada, hacía como si no fuera
con él y comentaba el estado de la mar.
En un día cualquiera
Geoffrey se cruzó con un hombre de suerte, de esos de nariz empinada
acostumbrado a los avatares de la diosa fortuna, que le ofreció un trueque: el
éxito que guardaba en la gaveta a cambio de una ramita de romero. Geoffrey
aceptó y como era un hombre de manos abiertas plantó la ramita en el jardín de
la plaza del pueblo. El romero se extendió como mala hierba y dio un aroma
delicioso al lugar. Todos los vecinos acordaron cambiarle el nombre al jardín y
llamarle el de “la Azotea” en un homenaje a Geoffrey que no sabía en dónde
meterse.
No hay que guardar a la
Suerte en un cajón que luego se transforma en cualquier cosa.
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