Volaba
sola junto a un señor de edad indeterminada, de traje enlutado y manos muy
blancas.
Llevaba
gafas de pasta, modelo obispo, era delgado y tenía pelo. El buen señor leía un
libro, sin título de tapas negras, con la parsimonia del desinterés.
El
vuelo iba bien hasta que comenzaron las sacudidas y nos rodearon las nubes
negras. Nunca me gustó volar y en aquel momento menos.
A
mí no se me ocurrió nada mejor que tirarme a los hombros del extraño señor con
la banda sonora de un grito. El respondió a mi ímpetu y se dejó estrujar. Por
su parte la tormenta pasó a engullirnos y la azafata perdió el aplomo. El
desconocido me abrazó como se hace en las despedidas. Y me dejé y él se dejó
como si apretarnos acallara los truenos y sosegara aquel artefacto. Aquello
pintaba a desaguisado pero, de repente todo volvió a su ser y el
extraño señor soltó un brazo de su asidero (yo), deslizó su mano encerada hasta el bolsillo de
su chaqueta, y tiró de algo que me colgó al cuello. Yo ni miré ni vi, solo me
recompuse como pude. Él llegó a liberar su otro brazo pero yo ninguno, me había
congelado en posición de achuchón.
Después
de un rato le eché un ojo a mi compañero de viaje y pude ver cómo sonreía,
satisfecho al ver que su regalo estaba haciendo efecto. O, al menos, eso
interpreté del oscilar de su barbilla y del manoseo de lo que me había colado
por la cabeza. La tormenta se disipó y llegó la calma, pude soltarme de la
vetusta chaqueta que apestaba a naftalina y comprobé con el tacto la mercancía que
pendía de mi cuello, le dí las gracias y el respondió “Edmundo Sacromonte,
representante de rosarios”
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