miércoles, 19 de julio de 2017

Abrazos de altura



Volaba sola junto a un señor de edad indeterminada, de traje enlutado y manos muy blancas.

Llevaba gafas de pasta, modelo obispo, era delgado y tenía pelo. El buen señor leía un libro, sin título de tapas negras, con la parsimonia del desinterés.  

El vuelo iba bien hasta que comenzaron las sacudidas y nos rodearon las nubes negras. Nunca me gustó volar y en aquel momento menos.

A mí no se me ocurrió nada mejor que tirarme a los hombros del extraño señor con la banda sonora de un grito. El respondió a mi ímpetu y se dejó estrujar. Por su parte la tormenta pasó a engullirnos y la azafata perdió el aplomo. El desconocido me abrazó como se hace en las despedidas. Y me dejé y él se dejó como si apretarnos acallara los truenos y sosegara aquel artefacto. Aquello pintaba a desaguisado pero, de repente todo volvió a su ser y el extraño señor soltó un brazo de su asidero (yo),  deslizó su mano encerada hasta el bolsillo de su chaqueta, y tiró de algo que me colgó al cuello. Yo ni miré ni vi, solo me recompuse como pude. Él llegó a liberar su otro brazo pero yo ninguno, me había congelado en posición de achuchón.


Después de un rato le eché un ojo a mi compañero de viaje y pude ver cómo sonreía, satisfecho al ver que su regalo estaba haciendo efecto. O, al menos, eso interpreté del oscilar de su barbilla y del manoseo de lo que me había colado por la cabeza. La tormenta se disipó y llegó la calma, pude soltarme de la vetusta chaqueta que apestaba a naftalina y comprobé con el tacto la mercancía que pendía de mi cuello, le dí las gracias y el respondió “Edmundo Sacromonte, representante de rosarios”

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