Procopio Pararrayos era un hombre pájaro, no por su vista sino por su gusto por las alturas.
Procopio descubrió que le gustaba mirar desde arriba el día que su abuelo le llevó al estreno de la película “Las chicas Ziegfield” y vio las espectaculares coreografías hechas para ver desde el asiento más barato del cine. Aquel día aprendió que no había que ser rico para aspirar a las cosas bonitas y que, a veces, los ricos se perdían lo mejor en sus butacas de primera fila.
Con los años desarrolló un afán especial por contemplarlo todo desde la distancia porque, decía, así puedo verlo todo de una vez.
En el plano amoroso no cejaba en su afición y a sus pretendidas las colocaba bien lejos para captar el conjunto. Normalmente salían corriendo hasta que una, poco agraciada, solo vio ventajas en lo del “novio a distancia” y aceptó la relación dislocada a cambio de un intercambio epistolar suficiente. Para Procopio era perfecto, ambos se observaban desde sus casas, con catalejos (puestos del revés por la obsesión de Procopio de marcar la mayor distancia posible) y jamás discutían. Para Prócula Celeste el acuerdo solo le granjeaba alegrías y le evitaba tener que depilarse el bigote. Prócula y Procopio fueron felices con una felicidad etérea y sin roces.
Mientras tanto, Procopio seguía avanzando en su tendencia a la lejanía y a la observación plena y decidió irse a vivir al pico más alto. Desde allí veía aún más cosas, más paisajes, más rebaños y gentes a granel. Como su afición a los planos le había convertido en casi un aparejador, supo construirse una atalaya para divisar aún más terreno y se pasó tanto, que empezó a tener constancia del sufrimiento humano. Procopio atisbó el hambre, los cataclismos, la pobreza que abarcaba países enteros…Aquello le produjo un pesar tan hondo que decidió no volver a observar desde lo alto. Descendió al nivel de la gente para no ser testigo de tanta desgracia y, aunque dejó de estar solo, quiso olvidar y no pudo. Prócula, mañosa y ocurrente como ella sola, le ayudó a trasladar todas aquellas penurias que había observado, a maquetas que podría mostrar al mundo. Nuestro fisgón profesional pudo compartir sus vistas y montó una exposición, dio conferencias y el mundo, al menos, empezó a tener conocimiento de los otros. Los que no vivían en la primera fila de butacas, ni en la segunda. El que hiciéramos algo, ya era otra cuestión. ©
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