Magdalena Salpicón nació con uñas de azúcar quemada y alma de polvorón, aunque era pescadera. La gente acudía a su puesto y quería que ella limpiara la mercancía porque les dejaba un regusto dulce al fruto de la mar salada, que era toda una sensación. Pero nadie, ni siquiera ella, conocía el secreto. Magdalena solo sufría por sus uñas siempre sucias de caramelo que, como le daban asco, nunca se mordió y cuidó siempre con esmero. Nuestra pescadera pasó la vida ignorando su don hasta que el Restaurante Chino del barrio invitó a todo el mercado por el Año nuevo de su país y pidieron a Magdalena que suministrara el pulpo. El día de la fiesta el pulpo, que estaba tan fresco que se escapó de la cocina, se escondió en un saco de arroz. La huida del cefalópodo casi dio al traste con el ágape si no llega a ser porque Magdalena, lista como ninguna, dedujo que el reo se habría refugiado en algún sitio húmedo e hundió sus manos en el saco del cereal. Ya con el bicho en las manos y contenta por la caza, percibió que el arroz había sido invadido por las luciérnagas que iluminarían las linternas al anochecer, pero no le dio importancia. El dueño del almacén puso la voz en grito al ver el estropicio pero Magdalena, resoluta como pocas, le aconsejó que lo lavara con leche que como era blanca, no causaría estragos en su mercancía; pero esta vez se equivocó: el calor de las luciérnagas, la leche limpiadora y los dedos de Magdalena hicieron del desaguisado un postre con el arroz. Después de esta invención fortuita del «arroz con leche», la pescadera colgó el mandil y las botas de plástico y se dedicó al arte repostero, que llevaba dentro desde su nacimiento. Nunca es tarde. Los pescados la echan de menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario