Carmela era una madre de las de antes, de las entregadas de
verdad, de las que habían encontrado en la maternidad la culminación a todos
sus anhelos. Ella era feliz dando y el dar se había convertido en su única
aspiración y en su forma de vida. Ni sus hijos, ni su marido le habían dicho
nada nunca, porque era muy cómodo tenerlo siempre todo hecho y recibir tanto
cariño y entrega. Eran una familia feliz hasta el día en que Carmela confundió
su bolso con la mochila de la niña y metió en él la merienda de Carmelita.
Cuando Carmela introdujo la mano para sacar el rosario en la reunión
parroquial, palpó la merienda y, sin pensarlo demasiado, se la fue comiendo a
pellizcos mientras sus contertulias rezaban los Misterios. Algo tenía el
bocadillo de nocilla, quizás demasiado amor, como siempre, que a Carmela le
hizo sentirse muy bien.
Su propio amor de vuelta, la hizo viajar a la etapa de su vida en
la que ser amada era lo suyo.
Cuando salió de la parroquia, se compró un helado de tuti fruti
que era su sabor preferido (le costó un par de minutos recordarlo) pero que
nunca podía ser el elegido porque siempre compraban el helado por litros para
llevarlo a casa y había que agradar al resto de la familia. Siguió dando un
paseo, no corriendo como siempre para llegar pronto a casa y seguir trajinando,
y se metió en la peluquería. Allí se lo hizo todo y salió con diez años menos.
La mar de satisfecha se sentó en una terraza a tomar un café. Un zascandil
quiso entablar conversación, pero Carmela no necesitaba a nadie y pidió otro
café. Se le hacía tarde y aun no sabía ni qué hacer para comer; así que yendo a
casa sin prisas y por el camino más largo, recogió una propaganda de Telepizza
que vio prendida en un parabrisas.
Carmela respiraba cada vez con más plenitud, como si se hubiera
quitado de encima un montón de pesares a los que iba, poco a poco, dando
nombre. Se miraba en cada escaparate y pensaba “soy Carmela”, soy yo.¡Hacia
tanto tiempo que no decía "yo"!
Llegó a su casa se puso el bañador (de quince temporadas a tras),
cogió la toalla y unas gafas de sol de esas que vienen con las revistas y se
tendió en la terraza. Allí se la encontró la familia y casi al mismo tiempo
llegó la pizza que había encargado antes de tumbarse a la bartola. Todos
celebraron la pizza y a su madre le dejaron el borde quemado. Ella se levantó
con calma y se fue al bar de la esquina a comerse lo que fuera. Nadie dijo
nada.
Carmela dejó de hacer camas, meriendas, de dar consejos… pero
empezó a sonreír todo el rato. Su felicidad les hacía felices aunque no sabían
por qué.
A Carmela, el amor a sí misma le hacía sentirse bien. Con el
tiempo su familia consiguió adaptarse a un nuevo miembro egoísta que,
queriéndoles menos, les obligaba a quererla a ella más.
Carmela bordó su última labor, un cuadro que llevó a enmarcar y
colgó en el comedor:
“Hay que quererse porque si no, dejan de hacerlo. No queriéndote,
no te quieren, queriéndote, te quieren más”.