domingo, 6 de mayo de 2018

Carmela


Carmela era una madre de las de antes, de las entregadas de verdad, de las que habían encontrado en la maternidad la culminación a todos sus anhelos. Ella era feliz dando y el dar se había convertido en su única aspiración y en su forma de vida. Ni sus hijos, ni su marido le habían dicho nada nunca, porque era muy cómodo tenerlo siempre todo hecho y recibir tanto cariño y entrega. Eran una familia feliz hasta el día en que Carmela confundió su bolso con la mochila de la niña y metió en él la merienda de Carmelita. Cuando Carmela introdujo la mano para sacar el rosario en la reunión parroquial, palpó la merienda y, sin pensarlo demasiado, se la fue comiendo a pellizcos mientras sus contertulias rezaban los Misterios. Algo tenía el bocadillo de nocilla, quizás demasiado amor, como siempre, que a Carmela le hizo sentirse muy bien. 

Su propio amor de vuelta, la hizo viajar a la etapa de su vida en la que ser amada era lo suyo. 

Cuando salió de la parroquia, se compró un helado de tuti fruti que era su sabor preferido (le costó un par de minutos recordarlo) pero que nunca podía ser el elegido porque siempre compraban el helado por litros para llevarlo a casa y había que agradar al resto de la familia. Siguió dando un paseo, no corriendo como siempre para llegar pronto a casa y seguir trajinando, y se metió en la peluquería. Allí se lo hizo todo y salió con diez años menos. La mar de satisfecha se sentó en una terraza a tomar un café. Un zascandil quiso entablar conversación, pero Carmela no necesitaba a nadie y pidió otro café. Se le hacía tarde y aun no sabía ni qué hacer para comer; así que yendo a casa sin prisas y por el camino más largo, recogió una propaganda de Telepizza que vio prendida en un parabrisas.
Carmela respiraba cada vez con más plenitud, como si se hubiera quitado de encima un montón de pesares a los que iba, poco a poco, dando nombre. Se miraba en cada escaparate y pensaba “soy Carmela”, soy yo.¡Hacia tanto tiempo que no decía "yo"!

Llegó a su casa se puso el bañador (de quince temporadas a tras), cogió la toalla y unas gafas de sol de esas que vienen con las revistas y se tendió en la terraza. Allí se la encontró la familia y casi al mismo tiempo llegó la pizza que había encargado antes de tumbarse a la bartola. Todos celebraron la pizza y a su madre le dejaron el borde quemado. Ella se levantó con calma y se fue al bar de la esquina a comerse lo que fuera. Nadie dijo nada.
Carmela dejó de hacer camas, meriendas, de dar consejos… pero empezó a sonreír todo el rato. Su felicidad les hacía felices aunque no sabían por qué.
A Carmela, el amor a sí misma le hacía sentirse bien. Con el tiempo su familia consiguió adaptarse  a un nuevo miembro egoísta que, queriéndoles menos, les obligaba a quererla a ella más.

Carmela bordó su última labor, un cuadro que llevó a enmarcar y colgó en el comedor:

“Hay que quererse porque si no, dejan de hacerlo. No queriéndote, no te quieren, queriéndote, te quieren más”.

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