Mariquita Alforzón lo tenía todo para ser feliz desde el primer día de cuarentena porque su modo de vida había sido ese desde siempre; desde que había perdido a su familia en las rebajas víctima de un dos por uno en lavadoras que la sepultó. Por eso Mariquita solo lavaba a mano y todo lo hacía sola.
Su casa estaba perfectamente organizada en torno a ella misma y sus necesidades: tenía una colmena, huerto, dos gallinas, una vaca, una suscripción vitalicia a telebacalao y una impresora 3D.
Con el estado de alarma ya no se sentía rara ni tampoco sola porque había mucha gente como ella en sus casas y encima, todos los días, podía salir al balcón y saludar y disfrutar de la compañía a distancia, que era lo que ella entendía.
Mariquita recordaba haberse sentido parte de algo con más gente una vez: el día del entierro de su familia, nunca más. Por eso cuando se empezó a hablar de desescalada, de fases, de salir a la calle…se hundió en una honda tristeza porque en unas semanas, volvería a ser la única. La última ermitaña del siglo XXI.
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