Basilio Natalio Terceto creía en el amor, aunque no lo había
catado nunca porque lo sentía en un solo sentido: desde su corazón al mundo.
Ansiaba vivir una pasión desmesurada, cometer un dislate por amor y luego,
sufrir por el desamor que, sin duda, remataría la historia. El desprecio de
Casandra Rastrojo, su enamorada imaginaria, era requisito indispensable. Escribía
cartas en papel de serpentina y las lanzaba desde el balcón; aunque nadie, salvo los barrenderos que se enojaban bastante con el despojo de Cabalgata
fuera de fecha, le hacía caso. Basilio quería amar a toda costa y se compró una lira para acompañar
sus versos que recitaba en cualquier parte, pero las damas huían y los
caballeros le invitaban a café para que callara. Basilio pensó en pagar para
poder amar, pero en el precio iba incluido el “ser amado” y como eso no le
valía, le echaban al amanecer de los
lugares en donde ponían precio a aquel amor que él ni buscaba ni quería pagar. Basilio vivía
descorazonado, preso de una maldición que le obligaba a mostrar pasión a
diestra y siniestra, —¿es que
acaso no se puede amar sin ser amado?—
se preguntaba melancólico bajo una platanera. Desesperado acudió a una agencia
de encuentros, se enamoró de todas sus citas y todas le correspondieron por no
ser ni cansino ni ansioso. Se tenía por ser un amante hábil, creía saber dar para no suscitar contrapartida, pero no acertaba. Basilio parecía no tener
remedio. Un día un camarero le recomendó emplearse en el Zoo en donde podría amar
sin tener respuesta, que era su único anhelo. Allí, aunque disfrutó amando a
las bestias, le pisó un elefante, una salamandra le escupió en un ojo, un camello le dio una coz y un tigre acabó
comiéndoselo. Si es que el amor tiene que ir y volver, si no, no vale. ©
Qué relato tan contundente Esther. Que foto tan especial.
ResponderEliminarMuchas gracias José, échale un vistazo a los anteriores. Mi preferido es el de Ulpiana Domínguez
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