viernes, 24 de noviembre de 2017

La pensión

Dulcita había crecido con la idea de que la palabra pensión era equivalente a paraíso. En su familia, desde generaciones anteriores a los abuelos, se había escogido la profesión de funcionario del Estado. Eran gente cabal y trabajadora que habían ido terminando sus días en paz gracias a la pensión que les había otorgado el gobierno en pago a sus servicios y a su cotización. Cuando Dulcita y sus seis hermanas tuvieron edad de merecer, no encontraron marido, ni palo que aguantara  siete velas a la vez. El juramento familiar consistía en que detrás de una irían todas, ya que no sabían vivir las unas sin las otras. Tampoco fueron capaces de convertirse en funcionarias y se quedaron en casa, solas y  a verlas venir.
Las siete eran muy aficionadas a la guija y a todo tipo de flirteos con el Más Allá. Aseguraban que los abuelos seguían viviendo con ellas y que jamás dejarían solas a ninguna de las siete hermanas. En una de esas noches de guija, el abuelo Patricio les alertó de que con la cercana muerte del tío Ramiro, solterón y funcionario del balneario público, perderían su pensión de jubilado y se quedarían sin el sustento que pagaba el santo gobierno.  Las siete entraron en pánico, ¿de qué iban a vivir? ¿Quién les daría otra pensión?
Dulcita que era una lectora voraz, se entretenía en aquellos momentos con un manual de taxidermia gracias al cual tuvo una idea: disecarían a la pensión en el cuerpo del tío y así la harían imperecedera y vitalicia. Si el tío Ramiro pudiese quedarse con ellas, la pensión también lo haría. La idea les pareció bien a todas. Lo dejarían sentado en su silla de ruedas, y así siempre tendrían a alguien que se hiciera cargo de ellas.
Cuando llegó la hora, no hubo entierro ni esquela ni epitafio, sino litros de agua oxigenada para llenar el aljibe en el que debían sumergirle. A continuación le sentaron en su silla y lo bañaron en cola, con cuidado de que las ruedas pudieran seguir rodando. El tío Ramiro quedó perfecto. La cara no era la adecuada pero le pusieron una barba postiza generosa.

Las siete hermanas fueron felices con la pensión garantizada que les brindó el tío de manera involuntaria.

Pasaron los años y la última hermana consideró necesario enterrar al tío porque si no, tras la séptima muerte, la pensión, quedaría disecada para siempre y ajena al merecido descanso; así que encargó la lápida en la que mandó poner “Pensión Ramiro”


Cuando la Parca visitó a la familia por última vez, la descendiente final pudo descansar en paz y su tío también en el aljibe que le sirvió de catafalco. ©




viernes, 17 de noviembre de 2017

Queridas



Queridas


Una de las muchas palabras que, para mí, han mudado de categoría con la edad es “querida”. Antes “querida” era el encabezamiento de las cartas o el inicio de las oraciones de la infancia, ya no. Ahora dedico mis escritos a “estimados” y cuando rezo, rezo a la desesperada, sin ningún tipo de concesión a la cortesía; pero la palabra “querida” sigue ahí, aunque con otra esencia. La pongo delante del nombre de mis amigas, de mis hermanas y mi hermano, de toda mi familia de aquí, de allí y de más allá; de las gentes que me acompañan, me alientan y me sujetan. Rotula los momentos que desearía repetir, y casi todo lo que me hace feliz que, en esta edad que me toca vivir, es la mar de diverso. Me hace feliz un café, una charla, un paseo, un encuentro inesperado o muy deseado, un mensaje, mil carcajadas, una llamada y sobretodo que alguien me regale un “querida”. Como los que la abuela de Marta sembraba entre sus nietas.
La primera que alguien llamó mi atención sobre este nuevo matiz, del que los años dotan a la señalada palabra, fue mi tía Flora Arencibia. Ella dice “querida” con toda la intención, con todas las letras y mucho aliento; y con esa pronunciación perfecta de la que solo el corazón sabe. Al principio, hace años, me hacía gracia oírla pero ahora que he llegado su nivel de usuaria, lo prodigo con la misma sinceridad y elocuencia. Llamo “queridas” a las personas imprescindibles y me regodeo en ello porque les digo lo que les quiero decir, que lo son, que me importan, que me encanta que sigan ahí y que ojalá no se vayan nunca.©




miércoles, 15 de noviembre de 2017

Blasa Rosada en su cumpleaños

Blasa Rosada vivía en un sin vivir desde el primer día del año en el que cumpliría cincuenta años. Empezó a lamentarse desde la mañana siguiente a su 49 aniversario y no dejó de hacerlo hasta 365 días después. Pasó un año de penas y fatigas vinculadas al calendario y se olvidó de casi todo: no se cortó el pelo en un año, no de depiló el bigote, no felicitó ni las Navidades a sus amigas y parientes, no fue al gimnasio y no comió sano porque se acercaba la fecha a partir de la cual, según todas las crónicas negras, comenzaría el declive. Ella, por si acaso, puso de su parte y se afanó en darle la bienvenida a esa parte de su vida en la que todo empezaría a fallar; según le habían confiado sus vecinas, la parentela y las amigas de su madre. Ella misma se simplificó la vida perdiéndose lo mejor.
Sin embargo, a pesar de su plan de contención, y tal como  había presagiado, las cosas empezaron a fallar: en el día de su 50 cumpleaños el facebook la felicitó por haber cumplido solamente 14 primaveras.
"No puede ser" -pensó- y se fue a la ducha después de desayunar un chocolate con tres cucharadas de azúcar; ella que se imaginaba diabética y jamás se comía un caramelo. En la ducha se encontró un champú de Paris Hilton que, ciertamente, no recordaba haber visto antes. Después de secarse abrió el amario para vestirse de funcionaria y no pudo ser; allí solo había modelitos imponibles: falditas mínimas, camisetas con letreros, jerseys para enseñar el ombligo... "Esta no es mi ropa" - pensó- y se arregló como pudo.
Ya en la calle comprobó que no llevaba las llaves del coche pero tenía un abono transportes que no había visto antes en su nueva mochila. Se subió al autobús y vio que la gente la miraba. "Se me notará la edad" - pensó"

Llegó a la oficina o, al menos, creyó hacerlo y al entrar en su despacho se encontró con un aula de Instituto. Su acostumbrado silencio era preso de charlas adolescentes, móviles insaciables, cáscaras de pipas y un profesor que suplicaba silencio y atención. Blasa, ahora Blasita, se dio media vuelta y se tiró a la máquina de café implorando normalidad, pero la máquina no estaba. Bajó al bar y el camarero, gentil, le sirvió un Cola Cao sin preguntar. Superó la mañana escondida debajo de su mesa, ahora pupitre, releyendo el BOE. A la hora de comer, llegó su madre y se fueron a matar el hambre juntas a casa de la tía. Allí le sirvieron un plato de lentejas tamaño barreño con una Mirinda, un filete empanado que se salía del plato y de postre arroz con leche para cuatro. El café, según su madre, no estaba indicado para su edad. Blasita no entendía nada y, a esas alturas, casi no podía moverse. Además le asaltaban dudas ñoñas sobre qué chico le gustaba más o qué ponerse mañana. Su mente se había partido en dos, una era ella y otra ella también pero con 14 años.

Su vida había empeorado por culpa del facebook o ¿por culpa suya?. Blasa se sentó en el borde de una acera a donde acudieron todas sus amigas cercanas a la cincuentena. Entre todas ocupaban toda la Gran Vía.
 - Blasa, cariño ¿qué prefieres, el paso de los años o la vuelta atrás que estás sufriendo?
- ¿A vosotras también os ha pasado?
- Sí, a todas nosotras el facebook nos mandó al pasado, creemos que es un experimento una nueva aplicación del chisme ese del facebook.
- Pues menos mal, pensé que era la única. Oye, ¿hay alguien que se haya quedado?
- No porque todas nos dimos cuenta del gran momento que vivimos, de lo rico que está el vino, de lo bueno que es un café, y otras muchas cosas, en buena compañía y de lo gratificante que es compartir con las amigas de siempre lo vivido y lo que nos queda por vivir, que sigue siendo mucho.©


sábado, 11 de noviembre de 2017

Mujer de fácil querer

Era mujer de fácil querer que lo daba todo sin plantearse si el “querido”, merecía serlo. Imaginaba  amoríos  que se le arraigaban al alma como en un mal sueño. No buscaba correspondencia, solo entrega,  hasta que conoció al poeta ciego que, loco por sus suspiros, la amó sin necesitar verla.©


jueves, 9 de noviembre de 2017

Demetria Manivela

Demetria Manivela harta, pero harta, de un ritmo de vida frenético en el que no tenía tiempo para ella; decidió dejarlo todo atrás, hizo un curso de contadora de focas y se fue a vivir al Polo Norte. Viajó todo lo ligera que el frío le permitió y se llevó el móvil como único lazo con su vida anterior.
Allí respiró la ansiada soledad y esquivó el insistente silencio gracias a los mensajes de wsap que, en aquellos momentos, le hacían mucha gracia.
Pasaba los meses contando focas, saludando de lejos a los esquimales y acariciando a algún oso polar que se dejaba. Las noches eran insomnes y felices gracias a su móvil. Demetria había alcanzado su sueño de "soledad acompañada en la distancia".
Pero nada dura para siempre y una mañana un mensaje rompió su equilibrio: "sus amigas ya no se felicitarían sus cumpleaños porque, hartas de los innumerables comunicados en cada aniversario, habían decidido celebrarlos todas juntas el mismo día"

¡Noooo! -gritó Demetria asustando a los pingüinos-, me perderé miles de mensajes y me quedaré sin felicitación el día de mi cumpleaños.

Demetria estuvo seis días sin salir del iglú, perdió la cuenta de las focas, pero tuvo dos ideas, primera: se registraría con 365 identidades en facebook con 365 fechas de nacimiento y así, la felicitarían todos los días del año y segunda: invitaría a sus amigas a que celebrasen juntas su "cumpleaños único" con ella, en el Polo Norte.
La mayoría de sus amigas aceptaron la invitación y se acercaron a su destierro, y quedaron tan prendadas, que decidieron quedarse. La soledad de Demetria quedó poblada de numerosos iglús con sus amigas dentro que, a su vez, atrajeron a más gente y...vuelta a empezar. Demetria tuvo que volver a huir y esta vez se empleó en el teléfono de la esperanza en Siberia. Así siguió recibiendo mensajes que, aunque en ruso, eran mensajes al fin y al cabo. ©