Dulcita había crecido con la idea de que la palabra pensión era equivalente a paraíso. En su familia, desde generaciones anteriores a los abuelos, se había escogido la profesión de funcionario del Estado. Eran gente cabal y trabajadora que habían ido terminando sus días en paz gracias a la pensión que les había otorgado el gobierno en pago a sus servicios y a su cotización. Cuando Dulcita y sus seis hermanas tuvieron edad de merecer, no encontraron marido, ni palo que aguantara siete velas a la vez. El juramento familiar consistía en que detrás de una irían todas, ya que no sabían vivir las unas sin las otras. Tampoco fueron capaces de convertirse en funcionarias y se quedaron en casa, solas y a verlas venir.
Las siete eran muy aficionadas a la guija y a todo tipo de flirteos con el Más Allá. Aseguraban que los abuelos seguían viviendo con ellas y que jamás dejarían solas a ninguna de las siete hermanas. En una de esas noches de guija, el abuelo Patricio les alertó de que con la cercana muerte del tío Ramiro, solterón y funcionario del balneario público, perderían su pensión de jubilado y se quedarían sin el sustento que pagaba el santo gobierno. Las siete entraron en pánico, ¿de qué iban a vivir? ¿Quién les daría otra pensión?
Dulcita que era una lectora voraz, se entretenía en aquellos momentos con un manual de taxidermia gracias al cual tuvo una idea: disecarían a la pensión en el cuerpo del tío y así la harían imperecedera y vitalicia. Si el tío Ramiro pudiese quedarse con ellas, la pensión también lo haría. La idea les pareció bien a todas. Lo dejarían sentado en su silla de ruedas, y así siempre tendrían a alguien que se hiciera cargo de ellas.
Cuando llegó la hora, no hubo entierro ni esquela ni epitafio, sino litros de agua oxigenada para llenar el aljibe en el que debían sumergirle. A continuación le sentaron en su silla y lo bañaron en cola, con cuidado de que las ruedas pudieran seguir rodando. El tío Ramiro quedó perfecto. La cara no era la adecuada pero le pusieron una barba postiza generosa.
Las siete hermanas fueron felices con la pensión garantizada que les brindó el tío de manera involuntaria.
Las siete hermanas fueron felices con la pensión garantizada que les brindó el tío de manera involuntaria.
Pasaron los años y la última hermana consideró necesario enterrar al tío porque si no, tras la séptima muerte, la pensión, quedaría disecada para siempre y ajena al merecido descanso; así que encargó la lápida en la que mandó poner “Pensión Ramiro”
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