Ludmila Balmón estaba convencida de que la vida
tenía dos fines: ser buena y tejer una colcha que llegara a Siberia. Para lo
segundo la cuarentena le venía de perlas pero ¿y para lo primero? ¿Cómo
seguiría siendo buena encerradita en su buhardilla? Y mientras pensaba, seguía
tejiendo y seguía hasta que la manta siberiana inundó su sala, el dormitorio,
el baño y se salió por uno de los ventanucos cubriendo las macetas, luego el
piso de abajo y así hasta que llegó a la calle “de pura gravedad”. Los vecinos
sorprendidos e inicialmente enfadados notaron un cierto calorcito que llevaban
tiempo sin sentir porque, con tanto despido, habían tenido que reducir gastos
comunes como la calefacción. Así que, en lugar de quejarse, le hicieron un
mural de agradecimiento. Ludmila se sintió feliz porque sin cambiar mucho su
programa vital, había calentado a un barrio
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