miércoles, 29 de abril de 2020

Historias desde el encierro (VI)



Angustias era una peculiar visitadora que, como las plañideras (con una excusa sempiterna para el llanto), tenía siempre una razón para hilvanar tristezas. Allí donde atisbaba una mandíbula temblona, aparecía ella como aderezo imprescindible ante cualquier circunstancia negra. Estaba segura de que la pandemia solo le podría traer cosas buenas y se afanó con esmero en preparar su vestido de luto y su colección de ojeras; como una Miss de concurso de belleza que sabe será el blanco de todas las miradas. Sin embargo cada mañana cuando ponía el pie en el portal (que había dispuesto a modo de despacho) comprobaba que mermaba su aforo, que ya no tenía dos o tres filas de seguidores (ahora enmascarados) aguardándola. “Será por el miedo al contagio” se justificaba ella misma. Pero no era eso, la gente poco a poco había mudado de asunto, ahora: aplaudía desde los balcones, hacía la compra al vecino o daba clase a sus hijos. No les quedaba tiempo para ella.
Angustias comprobó, muy a su pesar, que cuando peor le iba a la gente, peor le iba a ella así que se esperó el final de la cuarentena para que la volvieran a convocar ante los desamores, los partidos de fútbol perdidos, los lápices sin punta, la ropa arrugada, las tijeras perdidas, las comidas quemadas o los suspensos. Dejó de escribir su nombre con mayúscula y esperó tiempos mejores para todos.

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