Angustias era una peculiar visitadora que, como
las plañideras (con una excusa sempiterna para el llanto), tenía siempre una
razón para hilvanar tristezas. Allí donde atisbaba una mandíbula temblona,
aparecía ella como aderezo imprescindible ante cualquier circunstancia negra.
Estaba segura de que la pandemia solo le podría traer cosas buenas y se afanó
con esmero en preparar su vestido de luto y su colección de ojeras; como una
Miss de concurso de belleza que sabe será el blanco de todas las miradas. Sin
embargo cada mañana cuando ponía el pie en el portal (que había dispuesto a
modo de despacho) comprobaba que mermaba su aforo, que ya no tenía dos o tres
filas de seguidores (ahora enmascarados) aguardándola. “Será por el miedo al
contagio” se justificaba ella misma. Pero no era eso, la gente poco a poco había
mudado de asunto, ahora: aplaudía desde los balcones, hacía la compra al vecino
o daba clase a sus hijos. No les quedaba tiempo para ella.
Angustias comprobó, muy a su pesar, que cuando
peor le iba a la gente, peor le iba a ella así que se esperó el final de la
cuarentena para que la volvieran a convocar ante los desamores, los partidos de
fútbol perdidos, los lápices sin punta, la ropa arrugada, las tijeras perdidas,
las comidas quemadas o los suspensos. Dejó de escribir su nombre con mayúscula
y esperó tiempos mejores para todos.
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