domingo, 20 de junio de 2021

Arroz con leche

 


Magdalena Salpicón nació con uñas de azúcar quemada y alma de polvorón, aunque era pescadera. La gente acudía a su puesto y quería que ella limpiara la mercancía porque les dejaba un regusto dulce al fruto de la mar salada, que era toda una sensación. Pero nadie, ni siquiera ella, conocía el secreto. Magdalena solo sufría por sus uñas siempre sucias de caramelo que, como le daban asco, nunca se mordió y cuidó siempre con esmero. Nuestra pescadera pasó la vida ignorando su don hasta que el Restaurante Chino del barrio invitó a todo el mercado por el Año nuevo de su país y pidieron a Magdalena que suministrara el pulpo. El día de la fiesta el pulpo, que estaba tan fresco que se escapó de la cocina, se escondió en un saco de arroz. La huida del cefalópodo casi dio al traste con el ágape si no llega a ser porque Magdalena, lista como ninguna, dedujo que el reo se habría refugiado en algún sitio húmedo e hundió sus manos en el saco del cereal. Ya con el bicho en las manos y contenta por la caza, percibió que el arroz había sido invadido por las luciérnagas que iluminarían las linternas al anochecer, pero no le dio importancia. El dueño del almacén puso la voz en grito al ver el estropicio pero Magdalena, resoluta como pocas, le aconsejó que lo lavara con leche que como era blanca, no causaría estragos en su mercancía; pero esta vez se equivocó: el calor de las luciérnagas, la leche limpiadora y los dedos de Magdalena hicieron del desaguisado un postre con el arroz. Después de esta invención fortuita del «arroz con leche», la pescadera colgó el mandil y las botas de plástico y se dedicó al arte repostero, que llevaba dentro desde su nacimiento. Nunca es tarde. Los pescados la echan de menos.


domingo, 13 de junio de 2021

Sororidad de barrio

 

Claudia oyó los gritos des de su cocina y lo apuntó todo. Clara fue a la casa del que gritaba  a pedir azúcar. Antonia le ofreció recogerle  a los niños en el colegio. Juana le invitó a un café interminable mientas tricotaba. Claudia siguió oyendo los gritos desde su cocina y trajo a más amigas para que los escucharan y juntas siguieron tejiendo algo grande: una le daría cobijo en su casa del pueblo, otra entretendría al marido con cosas que le importaban y el resto seguiría tejiendo una red inmensa para dar y recibir según hiciera falta. Iniciaron una rutina de« corre, ve, dile y quédate en mi casa si te hace falta  » entre ellas, para alertarse y salir del sufrimiento, que trascendió a su barrio… y así a poquitos fueron pescando mujeres que vivían entre gritos.

Fotografía de Thuyhabich para Pixabay



sábado, 5 de junio de 2021

El retortero sentimental

 


Secundina Florianópolis tenía todas las rendijas cubiertas y no había dolor que no tuviera previsto. Ella, fiel seguidora de la prevención y el  «por si acaso», estaba convencida de que no se toparía nunca con una pena tal, que hiciera mella en su alma. Secundina vivía tranquila porque lo de «entre susto y susto» había pasado a la historia. Ella, en su trinchera imaginaria, no había catado pasión alguna a sus treinta y tres años  porque, fiel a su íntimo mandato, cada vez que alguno de sus lances amorosos amenazaba delirio, ella salía huyendo. Secundina se sentía a salvo y ajena a esa tontería de las mariposas en el estómago. Sin embargo una cosa que sí necesitaba nuestra cobarde profesional era alguna lisonja de cuando en cuando. Por esta razón tenía una agenda repleta de candidatos que denominaba «El retortero sentimental». Una colección de amantes teóricos con los que había tenido una inocua relación que le había llenado un día o dos. Secundina seguía feliz en su balsa de cortapisas. No quería sentir para no sufrir y para eso acortaba las relaciones para no llegar al nivel de la pasión. No quería más para no destartalarse, para no suspirar por amor y por encima de todo para no perder el rumbo. Toda una declaración de intenciones, que no tenía en cuenta a la otra parte a la que, normalmente, dejaba «a punto de caramelo» (ya que era una mujer muy guapa), que se fue al traste el día que, necesitada de renovar su ajuar metálico, acudió a una tienda de sartenes. Allí, al sentirse retratada, bajó la guardia, momento en el que el dependiente, Oswaldo, le declaró su secreta pasión y ella, entre sartenes, sucumbió. Ya en casa fue llamando a cada integrante de su «Retortero sentimental» y subsanó la histórica ausencia con un par de revolcones por cabeza  Secundina dejó de ser el anhelo de nadie y su modelo de sartén: «aquí y ahora» les hizo ricos a ella y a Oswaldo, al que nunca le importó compartir a Secundina porque, sabio, supo que «la gestión del despertar de la pasión de Secundina», no podía ser gesta para uno solo.

 

En la foto Secundina con su producto en su casa. Afortunadamente para ella, no compartió sufrimiento alguno con las mujeres de  #Ceciliayotrasmujeres quesecreyeronmuertas publicado con @librosindies en donde se tejen otras historias de intriga y dolor aunque también y como si de una salsa agridulce se tratara, se cuela alguna risa.



sábado, 8 de mayo de 2021

Haciendo para no deshacernos

 


Muriel Campobellota se levantó deshecha y le llevó un rato recomponerse. No tenía ilusión para seguir adelante, así que se asomó al balcón de su casa con actitud taciturna y , como era de esperar, se encontró con Gladys, la vecina de enfrente, que solía pedir azúcar a tacitas, y que le preguntó que si conocía a alguien para cuidar a una persona que estaba muy solita. Muriel buscó en su agenda, encontró a Casilda que gozaba del perfil perfecto para romper soledades, anotó su nombre y su teléfono, lo prendió con una pinza del tendal, que compartía con Gladys y se lo hizo llegar. Muriel se recompuso y tiró para adelante pensando que igual la solución era esa y se fue al punto limpio a buscar un pupitre, con rejilla por debajo para posar los ovillos de su labor por si se aburría, y una silla de colegio.

A media tarde Muriel dispuso su nuevo afán en una calle principal, sentada en la sillita que había reciclado, con un cartel: «Doy» pegado al borde del pupitre con el chicle que venía con el lote.

La cola no se hizo esperar, decenas de personas fueron a pedirle algo y ella, diligente, fue encontrando respuesta o pidiéndola a gritos. Pero lo mejor no fue que Muriel dejara de deshacerse y disipara sus desdichas escuchando las ajenas, sino que las personas, que estaban en la fila, hicieron lo mismo hablando entre ellas y pronto todos los entuertos del barrio pasaron a la historia.

Muriel, con la ayuda de Gladys, que se convirtió en su lugarteniente, abrió sucursales de su asociación: «Haciendo para no deshacernos» y contribuyó a hacer del mundo un lugar mejor con un lema monosílabo: «Doy».

A veces es muy fácil.



Fotografía del equipo de Muriel. Fuente: Moon Magazine


jueves, 25 de marzo de 2021

Artesanía y Pandemia

 


Alalibia Boñiga era secretaria, secretaria de las buenas. De aquellas que hacen del orden un modo de vida y su casa un templo de taxononomías y catálogos. Con el confinamiento se quedó sin trabajo y recaló en un ERTE de tantos. Afín a su esquema mental se dedicó a ordenar y, cuando ya no le quedaron cosas presentes, se dedicó a las perdidas, entre ellas sus ancestros. Como para ello debía estudiar genealogía y no le arredraba el esfuerzo, se afanó y logró el título. Sus pesquisas le condujeron a conocer el pasado artesanal de su familia en la Edad Media en la que fueron conocidos como maestros cesteros. A Alalibia le faltó tiempo para enmendar sus carencias artesanales y, después de agenciarse el material necesario, hizo otro curso y emuló a sus parientes de otro siglo. Cuando tuvo toda la casa clasificada en cestas se dio cuenta de lo bonito que quedaba y comenzó a contárselo a sus amigas que, inicialmente, erraron totalmente el tiro porque no se trataba de vender de cestas sino de descubrir qué ocupaciones habían tenido sus ascendientes para así rescatarlas. Con este afán entre elevado y manual, Alabilia convirtió a sus amigas en guanteras, alfareras y encajeras. Algunas como Margarita elevaron la alfarería a arte y contribuyeron a hacer del mundo un lugar más bonito. Gracias a Alalibia y al confinamiento, numerosos oficios volvieron a estar de actualidad y algún ERTE fue casi una bendición. Si es que nunca se sabe......

miércoles, 24 de marzo de 2021

Manolita Franela

 Solamente una mujer sabia podía detectar la conexión existente entre el dedo pulgar y la nariz de la gente. Ella, que con frecuencia observaba cómo las narices aguileñas correspondían a dedos puntiagudos o cómo los dedos trompudos hacían compañía a narices redondas, reconocía en la nariz el timón de la personalidad y que, aquellas  personas que osaban retocar sus apéndices nasales, perdían el rumbo. Lo que no había compartido nunca con nadie era que era posible reencontrar el sentido perdido si se apuntaba con el dedo pulgar. Por eso Manolita Franela, mujer recauchutada, adicta a la cirugía estética, encontró una nueva vida haciendo autostop.


El mundo está lleno de conexiones que esperan ser reconocidas...😁

domingo, 7 de marzo de 2021

#HistoriasdePioneras

Clara Coronado 

No se podía ser mujer y no saber bordar, o al menos eso decía mi madre y por eso me afanaba en hacerlo bien para ser como ellas y también para ser amiga de todas aquellas mujeres que se encontraban por todas partes. Desde pequeñita, disfrutaba del ruido que hacían las encajeras del pueblo con los bolillos. Aquel repiqueteo me hacía bailar, aunque eso estaba mal visto. Yo las observaba como si de un museo vivo se tratase. Ellas allí sentadas atendiendo la cuenta de su labor y comentando con las otras artesanas, sin dejar de mover las manos. Luego las veía en el arroyo golpeando la ropa y venga a darle vueltas y hablando sin parar con las otras lavanderas. Las mujeres del pueblo siempre trabajando siempre dándole a la lengua. También venían las de la iglesia aunque estas no hablaban sino que rezaban haciendo ondular sus mantillas. Al salir de la iglesia, eso sí, se las veía alegar con los ojos y con las manos, susurrando sus miserias como si fuera pecado contarlas allí Eran siempre las mismas, que se narraban sus cosas, que pasaban de lavanderas a mujeres pías, de paseantes a cocineras. Aquellas mujeres me parecía que tejían un tapiz entre todas en el que por turnos pasaban de un quehacer al otro: ora la trama, ora la urdimbre, ora barrer los hilos desperdigados por el suelo...

Cuando iba con mi madre de la mano (yo siempre saltando porque era muy inquieta) percibía su sonrisa de complicidad cuando se cruzaba con sus vecinas, intercambiaban saludos, algunos besos y a veces un : «luego te lo cuento». Eran una especie de colegialas en un patio de colegio inmenso que abarcaba las casas de todas. A mí todo aquello me hacía soñar despierta en mi futuro y en las mujeres que serían mis amigas.

Cuando llegábamos a casa mi madre me decía: «Clarita, a estudiar las cuentas, para que luego no te engañen en el colmado» y yo pensaba: «¡ah! es para eso. Las mujeres estudiamos para seguir cuidando de la familia». Yo le decía que sí y pasaba las tardes leyendo y a veces, escribiendo poesía.

Cuando crecí seguí leyendo y como a veces caí muerta, intenté rescatar de mi infancia las enseñanzas más importantes no fuera que volviera a perecer de nuevo y esa vez, no pudiera contarlo. Nunca tuve duda de que mi verdadera escuela fue siempre la observación de las gentes que conformaron mi pueblo junto con todos los libros que me regaló mi abuelo.

Mis caídas en la muerte se sucedieron tantas veces que cuando lo hice de verdad, me pincharon con una aguja de calceta en tal exagerado número de veces que casi tuve que volver para que dejaran de hacerlo.

Sufrí de catalepsia y fueron muchas las ocasiones en las me creyeron resucitada cuando en realidad no me había ido. Me miraban como debieron hacerle a las brujas en la Edad Media, pero yo solo quería ir de merienda después de tanto sueño. La muerte para mí fue siempre un asunto de ida y vuelta que me condicionó la vida y me hizo cohabitar con el miedo. Tenía pesadillas en torno a un ataúd en el que  yacía viva pero solo lo sabía yo. Nunca estuve muy segura de que la muerte era un camino sin retorno pero, por si acaso, tuve prisa en poner en marcha mi proyecto: un tapiz de mujeres poetas.

Ya era lo suficientemente mayor para saber lo que quería y había decidido escribir versos. Nadie me hizo ni caso, ni siquiera quisieron leerlos pero yo conseguí publicarlos y que los leyeran otras mujeres que, como yo, hacían de la poesía el destino de su lamento. Aquellas mujeres y yo comenzamos a encontrarnos en los pueblos que a todas no nos quedaban lejos y luego, con el devenir del tiempo, se juntaron otras que venían de otras tierras. El regocijo de juntarnos era tal que casi hablábamos en verso. Éramos como las mujeres de la plaza que vivían todas juntas aunque disimulaban en sus celdas; nosotras podíamos hacerlo, nosotras sí. Nosotras éramos un grupo de poetisas dispuestas a gritar al viento.

 

Clara Coronado (Almendralejo 1820-Lisboa 1911) poetisa Romántica que denunció la desigualdad y el machismo en sus poemas y fue además abolicionista junto a Concepción Arenal. Creadora de una red de mujeres poetisas para ayudarse a publicar y a luchar por su reconocimiento como literatas. Creo una hermandad de sororidad poética porque sabía muy bien hasta dónde puede llegar la fuerza y la energía de un grupo de mujeres reunidas en torno a un lema.

 

domingo, 14 de febrero de 2021

Manual de bolsillo para salir de un hoyo





Sonría aunque no le apetezca

Huya del desaliño, mantener la frivolidad ayuda

Sepa en qué día vive

Duerma todo lo que le venga en gana

Estribillo: de éste salgo seguro

Hable con sus amigos de su hoyo o no, eso da igual, pero hable

Hay más amigos con cuerdas de los que cree

Sonría porque ha salido el sol o porque llueve

Estribillo: de éste salgo seguro

Póngale una fecha a la salida del hoyo

No piense demasiado y decore su hoyo

Si no puede con este hoyo, ignórelo y suba la siguiente montaña


Segunda salida del hoyo.

Lo he vuelto a hacer, he vuelto a salir del hoyo. 

Nada como ser previsora y dejar, de la otra vez, unos muelles tirados dentro.