Ursuela y Cueta lo tenían todo bien organizado en la vida.
Eran dos hermanas devotas de su soltería y su orden de biblioteca. Vestían de
negro, iban dos veces al día a la iglesia y se repartían a los pobres a los que clasificaban según el tipo de auxilio a prestar. Todo lo hacían con orden y buen juicio. Dos señoras útiles en una ciudad
en la que la última palabra respecto al cotilleo, la tenían ellas. Eran el
trono de sabiduría en lo que respecta al conocimiento sobre la vecindad. Ellas
mismas habían fundado el “Observatorio del chisme cotidiano” y eran muy
requeridas para subsanar entuertos, acertar con los regalos y destrozar
reputaciones. Todas las novedades llamaban a su puerta: quienes arribaban al
puerto, quienes se ennoviaban, las ruinas, los fallecimientos, las desgracias y
las despedidas. Toda la ciudad le tenía el respeto que todo buen observatorio
merecía. Sin embargo, de tanto de vivir en la noticia ajena, comenzaron a
olvidarse de ellas mismas hasta el punto que dejaron de vestir de negro y
empezaron a salir y a hacer cosas que no habían experimentado antes como bailar, divertirse
y reírse a carcajadas. Olvidaron su propio domicilio, cambiaron sus nombres a Fiesta
y Perdición y se fueron a vivir bajo una sombrilla en la playa en donde tampoco
habían estado nunca. Desde allí se les abrió el horizonte de un nuevo negocio “Descalabre
su vida y sea feliz” y lo fueron, fueron muy felices. ©
martes, 29 de agosto de 2017
lunes, 21 de agosto de 2017
Pascuala Puchero, mujer sin tetera
Pascuala Puchero adoraba la acumulación a discreción y
coleccionaba de todo. Se llevaba a casa las cucharillas del café, las revistas de la peluquería y el dentista, las coronas de flores de los entierros y las cartas ajenas de los
buzones maltrechos del vecindario. Para ella todo tenía valor. Su casa era una
biblioteca, una zapatería, un huerto y una farmacia. Dormía con su galería de
ositos de peluche y se despertaba con docenas de relojes de cuco. Pascuala
tenía una vida llena, tan llena que casi no cabía en ella. Un día no pudo abrir
la puerta para salir de su casa y se quedó dentro. Las estanterías repletas habían
convertido aquel pisito en un búnker y, aunque gritó desesperada el
sonido se ahogó entre tanto artefacto. Como su ansia "almacenadora" no le dejaba tiempo para hacer amigos; nadie la echó en
falta salvo Lutecio, el basurero que adoraba sus bolsitas de basura del tamaño
de un calcetín porque ella no tiraba casi nada. Lutecio tuvo un presentimiento
y acudió a su casa donde forzó la cerradura cuando ella no salió a su
encuentro. Allí se topó con un mercadillo, una subasta, una mercería y en
el medio, haciendo equilibrio sobre un solo pie, a la dueña del arsenal. En aquel
preciso instante el amor se hizo sitio en aquel mundo de coleccionable y Pascuala
y Lutecio se unieron apasionadamente. Lo que no sospechó Lutecio es que él encabezaría
la siguiente colección de su amada. ©
sábado, 19 de agosto de 2017
La buena y la mala suerte.
La mala suerte es que me he dado un porrazo y me he roto un hueso.
La buena suerte es que vivimos en el siglo XXI y los huesos se arreglan en un plis plas.
La mala suerte es que el hueso roto está justo en la rodilla y lo de caminar ha quedado en espera por un tiempo al que llamo "Pequeño".
La buena suerte es que he conocido la profesión de camillero y me he quedado gratamente impresionada. Sobretodo de uno.
La buena suerte es que me he hecho íntima de Paciencia y solo me da buenos ratos.
La buena suerte es que ésta ha decidido echar a la mala suerte.
miércoles, 16 de agosto de 2017
Eufrasia Pomelo
Eufrasia Pomelo, mujer desolada, se desgañitó llorando cuando agotó
el saco de aguante que le habían dejado en herencia. En el ínterim procuró alivio en tres de
sus habituales que respondían además a los pilares a los que, según le había
enseñado su madre, debía agarrarse en caso de desesperación: sabiduría,
humildad y fortaleza o lo que era lo mismo Clotilde, Evaristo y Telmo. Clotilde
harta de lujo, le dio una conferencia sobre lo bueno que sería ser amada y
acabó llorando tanto que contagió a Eufrasia que se fue a otra parte. Evaristo la habló
desde abajo, sentado en el bordillo de la acera, y le recomendó no aspirar a
más para no sufrir y Telmo se la llevó a una farmacia y allí le enseñó a
engullir píldoras enormes de dos en dos para aumentar las “tragaderas” que eran
lo mejor para combatir la mala suerte. A Eufrasia no le convenció ni lo uno, ni
lo otro ni lo de más allá y se fue al Circo a solazarse. Allí, casualmente encontró la solución a su desazón en los espejos mágicos. Al día siguiente
cubrió el interior de su casa de lunas que mostraban su reflejo y que la hacían
sentirse acompañada de todas las Eufrasias que le irían haciendo falta: la
gorda, la bajita, la espigada, la resolutiva y la envejecida; según fuera la
naturaleza de su desasosiego. Nada como llevar la solución con uno mismo.
lunes, 14 de agosto de 2017
Rodolfo Zarandaja, Gregorio Pandereta y Rufino Supino
Rodolfo Zarandaja era socio de Gregorio Pandereta. Ambos
administraban un negocio turístico nocturno de alquiler de hamacas para baños
de luna, que hacía furor. Como no tenían mucha noción financiera admitieron a
Rufino Supino, un cuñado que había hecho un curso escuchando la radio. Rufino
era el encargado de invertir el caudaloso flujo pecuniario en algo que lo
hiciera crecer y lo hizo, invirtió en plumas de gaviota para almohadas de gente
de tensión baja que les dio aun mayor ganancia que los baños de luna. Como
Rufino constató que su hábil gestión estaba dejando demasiada riqueza a sus
cuñados, optó por una contabilidad
oculta en la que invertía en negocios de mayor riesgo y, si salía bien,
engrosaban su cuenta personal. Cuando no salía tan bien, repartía la pérdida.
La cuenta que mejor iba era la de la avaricia de Rufino que no conocía límite y
quiso ganar más y más para lo que necesitó nuevos inversores en su negocio de
aves de plumas saladas. Con este nuevo grupo de optimistas hizo lo mismo, les
rindió cuentas parcialmente porque buena parte iba a su bolsillo. Una vez que
Rufino tuvo a toda la ciudad metida en su negocio de mentiras, dio el salto a
otra ciudad, luego a otra y cuando percibió que el número de incautos mermaba,
se metió en política. Allí para su decepción comprobó que su estrategia ya
estaba inventada y puesta en marcha por sus nuevos colegas. La diferencia era
que la inversión eran los votos y la ganancia distribuida era la alucinación de
que el país iba bien. La ganancia no repartida era para ellos, los
Rufinos de siempre.
martes, 8 de agosto de 2017
Tránsito Guirnalda
Tránsito Guirnalda era la sexta hija de una inconmensurable
familia de doce hermanos, tres tías solteras, una abuela, un padre y una madre.
A ella casi nunca le llegaba el reparto de lo que fuese y por supuesto nunca le
llegó nada de primera puesta, además había nacido feona con esa fealdad que le
otorga el útero a la naturaleza cuando ya se cansa y envía un ser poco agraciado
como protesta. Para sorpresa de cualquiera, la niña era bien sonriente y
simpática, quizás como único recurso para ser feliz: «si los elementos estaban en contra, ella pondría de su
parte para vencerlos». Entre sus
amigas adoptó el mismo puesto que con la familia, el de “nada y nadie” pero eso
sí, siempre dispuesta a reír de lo que fuese. Sus amigas la aceptaban como al
bufón de la corte porque ellas eran altas y monísimas y ella un retaco con
bigote, con un ojo que a veces se ponía en blanco sin avisar, frente estrecha,
barbilla prognata y orejas para volar; pero les venía bien para que les
sujetara los abrigos y los bolsos cuando ellas disfrutaban en el parque de
atracciones o para mentir a sus padres y usarla de coartada para salir con sus
pretendientes. Aún así, Tránsito era una muchacha feliz que no le pedía mucho a
la vida. En su juventud logró emplearse en una droguería en la que disfrutó
mucho de la mercancía porque la dueña quería experimentar con ella antes de
ponerla a la venta. Así, por ejemplo, se le enderezó el ojo por un calambre que
le dio cuando doña Hermelinda quiso iniciar con ella la depilación eléctrica,
artilugio con el que le limpió la cara de todo vello innecesario. Tránsito
mejoró mucho, aunque no del todo porque la niña adoraba el tocino de merienda y
nunca consiguió adelgazar aquellos kilitos que le impedían caminar del brazo
por la calle con quien fuera.
El tiempo pasó y Tránsito no cambió ni una milésima de su
cuerpo y semblante. Por algún extraño sortilegio pasaban los años y ella se
mantenía como una gordinfla, prognata y orejona de veinte años mientras que a
su entorno si le pesaban los años. Sus amigas iban muriendo, sobretodo de envidia,
y ella seguía tan lozana. Cuando cumplió cien años fue declarada “bien de
interés nacional” y su caso fue objeto de estudio en todo el mundo. Así Tránsito
pudo viajar y conocer a mucha gente que, para su sorpresa, la admiraba
sobre todo por su simpatía inmortal. Tránsito llevaba tantos lustros en el mundo
que alguien le brindó recomponerse y quitarse tonelaje, orejas voladoras y
barbilla sobresaliente, ella aceptó por variar. El día que se puso frente a un
espejo su sonrisa se nubló y su cuerpo envejeció y se convirtió en una uva pasa
fácil de enterrar. Si Tránsito ya no podía seguir riéndose de si misma, ¿para
qué seguir viviendo?
miércoles, 2 de agosto de 2017
Ruina y Malvada
Ruina y Malvada eran las jefas de una empresa de éxito. El
secreto de su rápido crecimiento era la forma en que adjudicaban tareas
y repartían beneficios. Utilizaban el sistema del embudo con el discurso de que
esta era la forma óptima para asegurar el futuro de la empresa que habían
levantado entre todos, trabajadores y jefatura. La puesta en escena de Ruina y Malvada
era brillante y la mentira su arma cotidiana. Ellas lo repartían todo
utilizando el fonil en un sentido o en otro según se repartiera trabajo o mérito.
Con el sueldo hacían lo mismo haciendo creer a los asalariados que todo se
compensaría en un futuro y que las palmaditas en la espalda, las escarapelas de "mejor empleado del mes" y el jabón de olor en el baño, eran suficiente para ser
felices. Los empleados se sentían ufanos de pertenecer a un negocio tan boyante
en el que podían presumir de salir en la prensa y de que sus jefas dieran
conferencias sobre “cómo ser más dejando a los demás con menos sin que se den
cuenta”. En una ocasión Ruina enfermó de algo que le dejó el cuerpo lleno de
unos lunares muy feos. Malvada recurrió al clásico método del reparto y con un
sacacorchos fue arrancando los lunares para, a continuación, repartirlos entre
los trabajadores y que todos sufriesen un poco de la enfermedad de su jefa para
que ella sufriera menos. Allí nadie entendió nada y Ruina quedó como un queso
gruyere. Cuando Ruina respiró por última vez, Malvada comprendió que en esta
ocasión no había funcionado el método del embudo y que quizás los repartos
debían haber sido siempre de otra forma.
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