Eufrasia Pomelo, mujer desolada, se desgañitó llorando cuando agotó
el saco de aguante que le habían dejado en herencia. En el ínterim procuró alivio en tres de
sus habituales que respondían además a los pilares a los que, según le había
enseñado su madre, debía agarrarse en caso de desesperación: sabiduría,
humildad y fortaleza o lo que era lo mismo Clotilde, Evaristo y Telmo. Clotilde
harta de lujo, le dio una conferencia sobre lo bueno que sería ser amada y
acabó llorando tanto que contagió a Eufrasia que se fue a otra parte. Evaristo la habló
desde abajo, sentado en el bordillo de la acera, y le recomendó no aspirar a
más para no sufrir y Telmo se la llevó a una farmacia y allí le enseñó a
engullir píldoras enormes de dos en dos para aumentar las “tragaderas” que eran
lo mejor para combatir la mala suerte. A Eufrasia no le convenció ni lo uno, ni
lo otro ni lo de más allá y se fue al Circo a solazarse. Allí, casualmente encontró la solución a su desazón en los espejos mágicos. Al día siguiente
cubrió el interior de su casa de lunas que mostraban su reflejo y que la hacían
sentirse acompañada de todas las Eufrasias que le irían haciendo falta: la
gorda, la bajita, la espigada, la resolutiva y la envejecida; según fuera la
naturaleza de su desasosiego. Nada como llevar la solución con uno mismo.
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