Tránsito Guirnalda era la sexta hija de una inconmensurable
familia de doce hermanos, tres tías solteras, una abuela, un padre y una madre.
A ella casi nunca le llegaba el reparto de lo que fuese y por supuesto nunca le
llegó nada de primera puesta, además había nacido feona con esa fealdad que le
otorga el útero a la naturaleza cuando ya se cansa y envía un ser poco agraciado
como protesta. Para sorpresa de cualquiera, la niña era bien sonriente y
simpática, quizás como único recurso para ser feliz: «si los elementos estaban en contra, ella pondría de su
parte para vencerlos». Entre sus
amigas adoptó el mismo puesto que con la familia, el de “nada y nadie” pero eso
sí, siempre dispuesta a reír de lo que fuese. Sus amigas la aceptaban como al
bufón de la corte porque ellas eran altas y monísimas y ella un retaco con
bigote, con un ojo que a veces se ponía en blanco sin avisar, frente estrecha,
barbilla prognata y orejas para volar; pero les venía bien para que les
sujetara los abrigos y los bolsos cuando ellas disfrutaban en el parque de
atracciones o para mentir a sus padres y usarla de coartada para salir con sus
pretendientes. Aún así, Tránsito era una muchacha feliz que no le pedía mucho a
la vida. En su juventud logró emplearse en una droguería en la que disfrutó
mucho de la mercancía porque la dueña quería experimentar con ella antes de
ponerla a la venta. Así, por ejemplo, se le enderezó el ojo por un calambre que
le dio cuando doña Hermelinda quiso iniciar con ella la depilación eléctrica,
artilugio con el que le limpió la cara de todo vello innecesario. Tránsito
mejoró mucho, aunque no del todo porque la niña adoraba el tocino de merienda y
nunca consiguió adelgazar aquellos kilitos que le impedían caminar del brazo
por la calle con quien fuera.
El tiempo pasó y Tránsito no cambió ni una milésima de su
cuerpo y semblante. Por algún extraño sortilegio pasaban los años y ella se
mantenía como una gordinfla, prognata y orejona de veinte años mientras que a
su entorno si le pesaban los años. Sus amigas iban muriendo, sobretodo de envidia,
y ella seguía tan lozana. Cuando cumplió cien años fue declarada “bien de
interés nacional” y su caso fue objeto de estudio en todo el mundo. Así Tránsito
pudo viajar y conocer a mucha gente que, para su sorpresa, la admiraba
sobre todo por su simpatía inmortal. Tránsito llevaba tantos lustros en el mundo
que alguien le brindó recomponerse y quitarse tonelaje, orejas voladoras y
barbilla sobresaliente, ella aceptó por variar. El día que se puso frente a un
espejo su sonrisa se nubló y su cuerpo envejeció y se convirtió en una uva pasa
fácil de enterrar. Si Tránsito ya no podía seguir riéndose de si misma, ¿para
qué seguir viviendo?
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