sábado, 21 de abril de 2018

Diógenes bolsero


Junípero Alhelí era un adorador de señoras, de señoras de bien. Era el mejor amigo de todas las damas con vida de regalía que frecuentaban el mejor Café de la capital. Junípero encontraba la plenitud a las cinco de la tarde cuando, rodeado de naftalina, perfumes de París y mucha perla, escuchaba las cuitas de sus musas. Él se preparaba para el encuentro releyendo toda la prensa y visitando pasarelas, grandes almacenes, subastas, mítines políticos…cualquier evento susceptible de conversación por parte de sus amigas que, aunque banales, eran capaces de mantener varias pláticas a la vez sin perder el hilo. En esas ocasiones de intercambio verbal múltiple, Junípero se convertía en crupier e intervenía para cruzar las historias y hacer participar a las que iban enmudeciendo. Era un vendedor de ilusiones a la tercera edad asentada en el privilegio.
Junípero se convertía en imprescindible cuando alguna partía y había que cumplir con las amigas de toda la vida de la finada. Ninguna de ellas quería pensar en el innegable tránsito y cuando la parca hacía su aparición por el Café, se quedaban a la deriva, esperando que Junípero las encaminara de nuevo.
Él siempre hacía lo mismo: las congregaba, hacía un panegírico tragicómico de la ausente y al final, las invitaba al último cóctel de la temporada y las acercaba a su casa en calesa.
Cuando le tocó el turno a Demetria, Junípero no sabía cómo afrontar el reto que él mismo se había impuesto con sus amigas. Demetria, Desiree para todas ellas (solo él conocía su verdadero nombre) era una mujer compleja. Padecía de “Diógenes bolsero” y había que vigilarla porque para todo había hueco en su Hermes. Compraba lo que le venía en gana y las ganas le ensanchaban el bolso, porque ella solo llevaba uno, jamás una bolsa de plástico. Lo hacía porque su vida era el cambalache a cambio de la satisfacción del capricho continuo. Así cuando fue ingresada en el hospital, nada menos que en la UCI, pidió a Junípero que trajera a diario a sus enfermeras bollos por la mañana y sándwiches por la tarde y también un fleje de billetes, que ella misma depositaría en los bolsillos de sus “sirvientas sanitarias”, para ir pagando los favores. Incluso hacía que le sirvieran la comida en su propia vajilla de Villeroy Boch.
A Demetria no le arredraba el tamaño de su apetencia ni la justa proporción del soborno necesario.
Junípero fue el único ajeno al surtidor de untos de postín de la nonagenaria. Él simplemente la adoraba por sus modales, su elegancia, porque era una dama de manos blancas como la empuñadura de marfil de su bastón. Demetria era divina a sus ojos y nunca aceptó sus regalos.
Aun así no sabía cómo elogiarla, como vender sus virtudes a sus contertulias que, lógicamente, esperaban algo grande, digno de su modo de vida.
Afortunadamente para Junípero, Desiree no decepcionó porque ella misma había escrito su despedida.
Queridas todas y queridísimo Junípero, he querido dejar esta misiva con el camarero porque siento que me quedan pocas tardes de placer en este lugar delicioso en donde hemos compartido tanto. Quería agradeceros vuestra amistad y deciros que no os preocupéis porque antes de dejar esta carta, he visitado la Funeraria y ya he encargado mis exequias y, como es mi costumbre, he pagado un extra al maquillador además de dejarles mis ungüentos, (no fuera a ponerme cualquier porquería barata) y le he pedido que introduzca un paquetito en mi ataúd. ¿No os imagináis de qué se trata? Pues un llavero de Gucci para San Pedro. Que hay que llevar estilo a la otra vida, si no ¿cómo íbamos a estar a gusto? Allí os espero. Desiree.
El día de autos Junípero no lo pudo evitar y, simulando un beso en la frente de Demetria, palpó el fúnebre recinto y verificó el celestial soborno.©
Foto histórica de Embassy publicada en "La Gaceta" y de Enrique Nieto Molina (periodista, poeta, escritor y autor español de principios del SXX) , por su gran parecido con Junípero Alhelí.

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