Alberta Soplillo, funcionaria perfecta, perdió su agenda de contactos y tuvo que rehacer su vida, porque sola no quería vivir. Empezó en la maternidad en la que nació, la parroquia en donde se bautizó, los colegios, los parques, las paradas de autobús, el teatro, el Ministerio, las calles y sus paseos, las tiendas...y así pasó los últimos diez años, recuperando recuerdos, hasta que acabó en un tanatorio porque era el lugar que más había visitado en los últimos tiempos.
Llegó a aquel lugar de despedidas y se sentó, satisfecha con su agenda repleta de gente (como si fuera un certificado de nula soledad), en un sofá de esos que acogen a las visitas para que no se vayan nunca. Allí repasó toda su investigación, y se sintió acompañada por toda aquella gente que figuraba en su agenda. Se acomodó tan bien en su asiento, que lo convirtió en su casa por mucho tiempo. Alberta soñó con encontrarse con toda la gente propietaria de los nombres que había conseguido recopilar y se quedó tan dormida que la dieron por clienta del tanatorio y, por simpatía, la metieron en un cubículo de los que tenían disponibles. Cuando Alberta despertó descansada, se quedó atónita al descubrir que la habían dado por muerta; aunque más perpleja la dejó la cantidad de gente que había ido a despedirla (abriendo un solo ojo), y que ella no había recogido en su catastro de conocidos.
Al verla en pie, los allí presentes, creyeron haberse equivocado de difunto y se fueron. Alberta no pudo actualizar su catastro con todas sus visitas.
Alberta creyó que su agenda era un certificado de popularidad y que su soledad siempre estaría habitada con toda aquella gente que ella había conseguido juntar en una lista.
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